«Traducido de la Revista “Le Point” del 16 de Mayo de 1983.
Aleksandr Solzhenitsyn (1918-2008), es recordado como un eminente novelista, escritor e historiador ruso. En palabras del New York Times:
«Alexander Solzhenitsyn es un genio literario cuyo talento coincide con el de Dostoievski, Turgueniev, y Tolstoi»
Su discurso en la entrega del Premio Templeton:
Siendo ya niño, hace más de medio siglo, muchas veces oí decir a las personas mayores, para explicar las terribles convulsiones que habían quebrantado Rusia: «los hombres se han olvidado de Dios, esa es la causa de todo».
Desde entonces, he dedicado casi medio siglo al estudio de nuestra revolución. He leído cientos de libros. He reunido centenares de testimonios personales, y —para empezar a despejar los escombros— he escrito ya ocho volúmenes.
Ahora bien, si me pidieran hoy precisar en forma breve, la causa principal de esa revolución devastadora, que nos ha devorado más de 60 millones de individuos, no encontraría nada mejor que repetir: «los hombres se han olvidado de Dios, esa es la causa de todo».
Pero, todavía hay algo más: los sucesos de la revolución rusa no pueden entenderse hoy, en este fin de siglo, sino sobre el marco de fondo de lo que ocurre en los demás países. Hay un proceso universal que se perfila claramente. Si se me exigiera señalar, en una fórmula breve, el rasgo principal de este siglo XX, nuevamente no encontraría nada más exacto, más sustancial que decir: los hombres se han olvidado de Dios.
Privada de la lucidez divina, la conciencia humana se deprava y ha sido esta depravación la que ha cometido los mayores crímenes de este siglo, empezando por la primera guerra mundial, de la que deriva en gran parte la realidad que vivimos. Esta guerra está a punto de ser olvidada. Pero ella vio una Europa próspera, floreciente, llena de savia vital, precipitarse en la locura, para destruirse a sí misma, comprometiendo su futuro por más de un siglo y tal vez para siempre.
Solo puede explicarse esta guerra por un oscurecimiento de la razón, en dirigentes que habían perdido la noción de una fuerza suprema situada por encima de ellos. Solo el furor, olvidado de Dios, pudo llevar a Estados aparentemente cristianos a usar los gases químicos en una clara manifestación de barbarie.
La misma depravación de la conciencia humana —privada de su luz divina— fue la que permitió después de la segunda guerra mundial, sucumbir a la tentación del «paraguas nuclear». Es decir: despreocupémonos y liberemos a la juventud de sus deberes y obligaciones, no hagamos ningún esfuerzo por defendernos ni mucho menos por defender a los otros; tapémonos los oídos para no oír los gemidos que vienen del oriente; instalémonos en la competencia desenfrenada por el bienestar y si la amenaza estalla sobre nuestras cabezas, la bomba atómica nos protegerá, y ¡si no que todo el mundo se vaya al diablo!
La lamentable debilidad que oprime hoy a Occidente es consecuencia notoria de este error fatal: creer que la defensa del mundo puede depender, no de la firmeza de los corazones ni de la valentía de los hombres, sino solamente del armamento nuclear.
Era necesario que Occidente hubiera perdido la noción suprema de la divinidad, para asistir sin conmoverse, después de la Primera Guerra mundial, a la lenta agonía de Rusia despedazada por una banda de caníbales, y —después de la Segunda Guerra— al derrumbamiento de toda la Europa Oriental.
Sin embargo fue allí donde empezó la ruina del mundo entero. Occidente no solo no lo comprendió sino incluso contribuyó a este proceso.
Una sola vez, en el curso de este siglo, Occidente reunió sus fuerzas: fue para combatir contra Hitler. Pero los frutos de ese esfuerzo se malgastaron hace ya mucho tiempo.
En la lucha contra los antropófagos, este siglo impío ha descubierto un método anestesiante: ¡comerciar! He aquí el pequeño montículo al que alcanza hoy nuestra sabiduría.
Si los siglos que nos precedieron hubieran podido ver tan solo los umbrales de nuestro mundo, habría resonado un clamor unánime: ¡es el Apocalipsis! Pero nosotros ya estamos habituados, formamos parte de él.
Dostoievski había advertido: «pueden sobrevenir acontecimientos que sorprendan de improviso nuestras facultades intelectuales». Esto ya ha ocurrido. Y predijo también: «el mundo se salvará tan solo después de haber sido visitado por el espíritu del mal». ¿Se salvará verdaderamente? Esto es lo que nos corresponderá ver a nosotros. La salvación va a depender de nuestra conciencia, de nuestro don de penetración, de nuestros esfuerzos individuales y colectivos frente a una situación catastrófica.
Algo hay que ya ha ocurrido: el espíritu del mal triunfante gira en torbellino por sobre los cinco continentes…
Somos los testigos de la ruina del mundo: en algunos países, se la sufre como una desgracia; otros se entregan libremente a ella. Todo el siglo XX se sumerge en el torbellino del ateísmo y de la autodestrucción.
Esta caída en el abismo tiene rasgos comunes que no dependen de los sistemas políticos ni de los niveles económicos ni de las características nacionales. La Europa actual, tan poco semejante en apariencia a la Rusia de 1913, se equilibra al borde del mismo abismo, pero ha llegado a él por otro camino. Las diversas regiones del mundo han seguido vías diferentes, pero todas están llegando al umbral de su propia ruina.
Anteriormente Rusia conoció épocas de su historia en que la sociedad tenía por ideal no el rango, ni la riqueza, ni el éxito material, sino la santidad de la vida. La Rusia de entonces estaba irrigada por la ortodoxia, fiel a la Iglesia primitiva de los primeros Siglos. Esta ortodoxia venerable supo preservar a su pueblo, a pesar de 2 o 3 siglos de dominio extranjero, y rechazó al mismo tiempo los viles asaltos de los cruzados abanderados de Occidente. En esa época la ortodoxia moldeaba la mentalidad, el carácter, la conducta, las estructuras familiares, la vida cotidiana y el calendario de trabajo desde la semana hasta las estaciones. La fe era el vínculo de unión de la nación y el fundamento de su poder.
Pero en el Siglo XVII un cisma desgraciado minó nuestra ortodoxia, y en el XVIII Rusia fue quebrantada por las reformas tiránicas de Pedro el grande, que ahogaron el espíritu religioso y la vida nacional, para fortalecer al estado, la guerra y la economía. Con la unificación de la enseñanza impuesta por Pedro el Grande, se nos infiltró la sutil brisa venenosa del secularismo, que en el Siglo XIX penetró hasta las clases más cultas y abrió amplio paso al marxismo. En Vísperas de la Revolución, la fe había desaparecido de los círculos instruidos. Entre los monjes eruditos incluso estaba ya debilitada.
Dostoievski —siempre él— juzgando por el odio encarnizado que la revolución francesa profesó a la Iglesia, había sacado en conclusión: «la Revolución debe comenzar necesariamente por el ateísmo». Verdaderamente es así. Pero el ateísmo como el marxista —organizado, militarizado y encarnizado— el mundo no lo había conocido hasta ahora. En el pensamiento filosófico y en el corazón mismo de la psicología de Marx y de Lenin, el odio a Dios constituye el impulso inicial, previo a todos los proyectos políticos y económicos. El ateísmo militante no es un detalle, un elemento periférico ni una consecuencia accesoria de la política comunista: es su eje central. Para alcanzar su fin diabólico, ella necesita disponer de un pueblo sin religión y sin patria.
Debe por lo tanto abatir la religión y la nacionalidad. De hecho, esta doble política los comunistas la proclaman y la practican abiertamente. La tela de araña de atentados, tejida últimamente en torno al Papa, nos muestra hasta que punto el mundo ateo tiene necesidad de dinamitar la religión; hasta que punto ésta parece habérsele quedado atravesada en la garganta.
La década de los años 20 en Rusia es una larga procesión de mártires: casi todo el clero ortodoxo; dos Obispos metropolitanos fusilados, el de Petrogrado, Benjamín, había sido elegido por el pueblo. El propio patriarca Tikhon, después de haber caído en manos de la Tcheka y de la GPU, murió en circunstancias misteriosas. Docenas de arzobispos y obispos fueron asesinados. Decenas de miles de sacerdotes, que los tchekistas quisieron hacer abjurar, fueron torturados, fusilados en los sótanos, enviados a campos de concentración, exiliados en las tundras desérticas del gran norte donde —ancianos hambrientos— fueron abandonados a la intemperie. Todos estos mártires cristianos afrontaron valerosamente la muerte por la fe. Los que vacilaron y renegaron constituyeron casos excepcionales. Decenas de millones de fieles se vieron privados del derecho de asistir a la Iglesia, del derecho de inculcar a sus hijos principios religiosos: a menudo se arrojaba a la prisión a los padres para poder arrancar la fe a los niños mediante mentiras y amenazas.
La absurda destrucción de la agricultura rusa, alrededor de los años 30 —llamada dekulakización y colectivización— que significó la muerte de 15 millones de campesinos, fue impuesta en forma implacable —según podemos comprobar ahora— con el fin de destruir las formas de vida nacional y de extirpar la religión de los campos. La perversión de las almas se extendió al atroz archipiélago, donde se empujaba a los hombres a sobrevivir unos a costa de otros. Y solamente ateos semi-enloquecidos han podido resolverse a suscribir el proyecto reciente, que se propone masacrar totalmente la naturaleza en Rusia: anegar bajo las aguas todo el norte; invertir el curso de los ríos y perturbar la vida en el océano Ártico, arrojando las aguas hacia las regiones meridionales, que otras iniciativas descabelladas del comunismo no menos absurdas han ya arruinado.
Presionado por la necesidad de unir todas las fuerzas de Rusia contra Hitler, Stalin halagó en forma cínica a la Iglesia, y ese juego equívoco, prolongado por la espectacular propaganda brezneviana, Occidente lamentablemente lo ha tomado por la verdad auténtica. Pero hasta qué punto el odio a la religión es inseparable del comunismo, podéis juzgarlo por el ejemplo del más liberal de sus jefes, Kruchev: él, que dio pasos decisivos hacia la liberación, volvió a encontrar el mismo celo furioso de Lenin en la persecución de la fe religiosa.
Y sin embargo, contra lo que era de esperar —en un país despojado de Iglesias, donde el ateísmo ha triunfado desde hace dos tercios de siglo, donde los obispos son rebajados hasta privárseles de toda voluntad, donde los vestigios de la Iglesia se toleran nada más que con fines de propaganda dirigidos a Occidente, donde hoy todavía la fe es un delito castigado con campos de concentración, donde incluso en los campos se arroja al calabozo a los que se reúnen a rezar el día de Pascua— la tradición cristiana ha resistido al aniquilamiento comunista.
Sí. Entre nosotros el ateísmo impuesto por el poder ha destruido y pervertido a millones de fieles reducidos hoy al silencio, pero —como ocurre con frecuencia en la persecución y en el sufrimiento— el sentido de Dios ha alcanzado en mi patria una penetración muy profunda.
Vemos aquí la primera luz de una esperanza: en vano el comunismo está erizado de cohetes y de tanques. En vano obtiene éxitos en la conquista del planeta: está condenado a no triunfar jamás sobre el cristianismo.
Occidente no ha sufrido todavía la invasión comunista; la religión aquí es libre. Pero su itinerario histórico ha desembocado en un agostamiento del sentimiento religioso. Ha sufrido también cismas desgarradores, enfrentamientos y sangrientas guerras religiosas.
Y —casi no hay necesidad de decirlo— desde la baja Edad Media, Occidente ha sido invadido de forma progresiva por el secularismo. Para la fe, esta amenaza —no de un exterminio exterior sino de una anemia interna— puede ser todavía más grave.
Imperceptiblemente en Occidente el sentido de la vida se ha desgastado en el curso de los años hasta reducirse a la sola «conquista» de la felicidad, que se inscribe incluso en las Constituciones. No es solo en este siglo que se han desvalorizado las nociones del bien y del mal, hábilmente sustituidas por argucias sin fundamento, ya sean éstas de clase o de partido. Desde entonces se tiene vergüenza en apelar a conceptos inmutables. Se tiene vergüenza en admitir que el mal anida en el corazón del hombre antes de penetrar en los sistemas políticos; pero nadie tiene vergüenza de ceder habitualmente al mal integral. Y sobre la pendiente de estas concesiones, en el espacio de una generación, Occidente está a punto de deslizarse sin remedio en el abismo. Las sociedades occidentales pierden cada vez más su sustancia religiosa, y abandonan alegremente su juventud al ateísmo. ¿Es necesario dar ejemplo de impiedad? ¡Ved a los Estados Unidos que pasa sin embargo por ser una de las naciones más religiosas del mundo, pero donde se proyecta una película injuriosa para Cristo, y donde un diario de circulación nacional publica en forma desvergonzada una caricatura de la Madre de Dios! Cuando todos los derechos formales están de vuestra parte, ¿por qué privarse voluntariamente de cometer una acción indecente?
¿Por qué en estas condiciones habría de moderarse el ardor del odio, sea este racial, clasista o ideológico? Este odio corroe muchas almas hoy día. Los maestros ateos educan a la juventud en el odio hacia la sociedad en la que viven. En su permanente actitud crítica, pierden de vista el hecho de que los vicios del capitalismo son vicios inherentes a la naturaleza humana, a los que se les ha dado libre curso siguiendo la huella de los otros derechos del hombre; que, bajo el comunismo (y éste apremia a las demás formas de socialismo que no son nada sólidas) estos mismos vicios no conocen ni freno ni control en todos aquellos que poseen una migaja de poder (en cuanto al resto de la población, efectivamente ha conquistado la igualdad pero en la esclavitud y en la miseria).
Este odio, atizado sin cesar, impregna hoy toda la atmósfera del mundo libre; la extensión de las libertades personales; el auge de las conquistas sociales e incluso del confort no hacen paradojalmente otra cosa que acrecentar este odio ciego. Las sociedades desarrolladas de Occidente prueban hoy día que la salvación del hombre no está en la abundancia material ni en el éxito económico.
Este odio, atizado sin cesar, se extiende a todo lo viviente, a la vida en sí misma, a sus colores, a sus sonidos, a sus formas, al cuerpo humano; y el arte exacerbado del siglo XX se muere de este odio monstruoso, porque el arte sin amor es estéril.
En Oriente, el arte ha decaído porque ha sido aplastado y pisoteado; en Occidente ha decaído por sí mismo, al convertirse en una búsqueda cerebral y pretensiosa en la cual el hombre no pretende manifestar a Dios sino sustituirlo.
Una vez más constatamos el desenlace común de un fracaso universal, la convergencia de resultados en Oriente y en Occidente. Y nuevamente, hay una sola razón para todo esto: los hombres se han olvidado de Dios.
Frente a la presión del ateísmo universal, los creyentes se encuentran divididos y muchos de ellos desorientados. Y sin embargo el mundo cristiano —o lo que una vez fue el mundo cristiano— haría bien en no perder de vista el ejemplo del extremo oriente. Recientemente he tenido ocasión de constatar que en Japón o en China libre (Taiwan), aunque las concepciones religiosas sean más tenues, la sociedad y la juventud —con igual libertad de elección que en Occidente— están menos dañadas por el espíritu destructor del secularismo.
¡Y qué decir de la separación existente entre las diversas religiones, si el propio cristianismo se encuentra tan fragmentado! En estos últimos años, las principales Iglesias cristianas han dado algunos pasos hacia la reconciliación. Pero estos son demasiado lentos, y el mundo corre a una velocidad 100 veces mayor hacia el abismo. Incluso sin esperar una fusión de Iglesias ni una modificación del dogma, sino tan solo una simple resistencia común frente al ateísmo, los progresos son demasiado lentos.
Es verdad que existe un movimiento organizado para la reunificación de las Iglesias, pero éste es bien singular. El consejo ecuménico de Iglesias, aparentemente preocupado más que nada del éxito de los movimientos revolucionarios en los países del tercer mundo, permanece ciego y sordo ante las persecuciones religiosas, ahí donde ellas son más sistemáticas: en la URSS. Sería imposible no verlas, pero por cálculo político se prefiere ignorarlas y no intervenir. Pero ¿en qué queda entonces el cristianismo?
Con profunda amargura debo decir aquí (no puedo callarlo) que mi predecesor titular en este premio, el año último (se trata del predicador bautista Billy Graham), ha apoyado públicamente la mentira comunista justamente durante los meses de la recepción del premio, declarando contra toda evidencia que no se habían comprobado persecuciones religiosas en la URSS. ¡En nombre de todas las víctimas que han sido pisoteadas o asesinadas, que el cielo lo juzgue!
Hoy vemos cada vez en mayor escala el hecho de que a pesar de las más sutiles maniobras políticas, el nudo corredizo se cierra en torno de la humanidad en forma inexorable, y no hay escapatoria para nadie en ninguna parte; ni atómica, ni política, ni económica, ni ecológica. Parece verdaderamente ser así.
Frente a las grandes cumbres de los acontecimientos mundiales, puede parecer inadecuado y absurdo recordar que la llave fundamental de nuestra existencia y de nuestro aniquilamiento se encuentra en el corazón de cada uno de nosotros, en la preferencia que le otorguemos al bien o al mal en concreto. Sin embargo, hoy como ayer, esta clave sigue siendo la más segura. Las prometedoras teorías sociales están en banca rota, y nos han traído a un callejón sin salida. Los hombres libres de Occidente deberían comprender que alrededor de ellos se han acumulado demasiados engaños libremente consentidos, y deberían negarse a seguir aceptándolos pasivamente.
Es inútil intentar buscar una salida a la situación del mundo sin volver nuestra conciencia arrepentida hacia el creador de todas las cosas. Ninguna puerta se abrirá para nosotros. No la encontraremos. Los medios de que disponemos son demasiado miserables.
Hay que ver primero el mal terrible —no el que podrían hacernos desde afuera los enemigos de nuestro país o de nuestra clase— sino el que está dentro de cada uno de nosotros; en el seno de cada sociedad, incluso y principalmente en las sociedades más libres y más desarrolladas, porque es ahí donde lo hemos cometido con pleno consentimiento. Si el nudo corredizo que nos asfixia se cierra cada día más, es por culpa de nuestra incuria y nuestro egoísmo.
Interroguémonos a nosotros mismos: ¿no serían mentirosos los ideales de nuestra época? ¿Y nuestra terminología a la moda tan llena de suficiencia? De esa suficiencia emanan todas esas soluciones superficiales que pretenden rectificar nuestra situación. En cada ámbito, antes de que sea demasiado tarde, hay que reconsiderarlas, purificada nuestra mirada. La solución de la crisis no se encuentra en esos caminos trillados por conceptos machacones repetidos a diario.
Nuestra vida consiste en buscar no el éxito material sino un progreso espiritual digno de tal nombre. Toda nuestra existencia no es sino una etapa intermedia hacia una vida más alta: se trata entonces de no rodar hacia abajo de este estadio y de no estancarse en forma estéril.
Las leyes de la física y de la fisiología no nos revelarán jamás la verdad irrefutable de que el creador participa de forma constante y cotidiana de la vida de cada uno de nosotros. Él nos entrega fielmente la energía del ser: cuando esta ayuda nos falta, nosotros perecemos. No es menor su participación en el desenvolvimiento de la vida en todo el planeta y en esta época oscura y amenazante, es necesario empaparnos de esta verdad.
Las esperanzas desmedidas de los dos últimos siglos nos han traído a este caos, al borde de la muerte atómica o de otra naturaleza. No podemos oponerles sino la búsqueda porfiada de la dulce mano de Dios, que en medio de nuestra inconsciencia habíamos rechazado. Entonces nuestros ojos se abrirán sobre este desdichado siglo XX y nuestras manos se tenderán para reparar tantos errores. Nada más puede detenernos sobre la pendiente que lleva al abismo: todos los pensadores de la Ilustración nos han dejado las manos vacías.
Nuestros cinco continentes están envueltos en el ciclón. Pero pruebas semejantes a éstas son capaces de revelar las más altas virtudes del alma humana. Si hemos de perecer, si hemos de perder nuestro mundo, será tan solo por culpa nuestra.
Traducido de la Revista “Le Point” del 16 de Mayo de 1983.»
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