(Extraído de gloriasdemaria.blogspot.com.es)
Comentados por Santo Tomás de Aquino
PRÓLOGO
I – CUALIDADES DE LA ORACIÓN
1. — Entre todas las oraciones, la oración dominical es manifiestamente la principal.
A) En efecto, posee las cinco cualidades que se requieren en la oración. La cual debe ser confiada, recta, ordenada, devota y humilde.
2. — a) Debe ser confiada para acercarnos sin vacilación al trono de la gracia, como se dice en Hebreos 4, 16. Además debe hacerse con fe que no desfallezca, como dice Santiago (1, 6): «Que pida con fe, sin ninguna vacilación«. Aun racionalmente esta oración es segurísima: está formada por nuestro abogado, que pide de manera sapientísima, en el cual están todos los tesoros de la sabiduría, como se dice en Colosenses 2, y del cual dice Juan 1, 2-1: «Tenemos un abogado cabe el Padre, Jesucristo justo«; por lo cual dice Cipriano en su tratado sobre la Oración Dominical: «Como con Cristo tenemos un abogado cabe el Padre por nuestros pecados, cuando pedimos por nuestros delitos, presentemos las palabras de nuestro abogado». También por otro motivo se ve que esta oración es oída más seguramente y es que EL mismo que nos la enseñó la oye con el Padre, según aquello del Salmo 90, 15: «Clamará a Mí, y Yo lo oiré«. Por lo cual dice Cipriano: «Rogar a Nuestro Señor con sus propias palabras es hacerle una oración grata, familiar y devota». Por lo cual nunca deja de sacarse algún fruto de esta oración, y según San Agustín por ella se perdonan nuestros pecados veniales.
3. — b) Nuestra oración debe ser también recta, de modo que el que ora le pida a Dios cosas que le convienen. Por lo cual el Damasceno dice: «La oración es una petición a Dios de dones que nos convienen«.
En efecto, muy a menudo no es escuchada la oración porque se piden cosas inconvenientes. Santiago 4, 3: «Pedís y no recibís porque pedís algo malo«. Difícil es sin embargo saber qué es lo que se debe pedir, así como es también muy difícil saber qué se debe desear. En efecto, no es lícito pedir en la oración sino las cosas que es lícito desear: por lo cual dice el Apóstol, en Rom 8, 26: «No sabemos orar como es debido«. Pero quién nos lo enseñó es el mismo Cristo: a Él le corresponde enseñarnos lo que debemos pedir. Por lo cual los discípulos le dijeron Luc 11, 1: «Señor, enséñanos a orar«.
Así es que las cosas que Él mismo nos enseñó a pedir, rectísimamente se piden, por lo cual dice San Agustín: «Si oramos de manera justa y conveniente, cualesquiera que sean las palabras que digamos, no decimos sino lo que en la oración dominical está contenido«.
4. — c) La oración debe ser también ordenada como el deseo mismo, puesto que la oración muestra el deseo. El orden debido es que en nuestros deseos y oraciones prefiramos lo espiritual a lo carnal, lo celestial a lo terreno, según dice Mt 6, 33: «Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura«. Lo cual nos lo enseña el Señor a observar en esta oración: en ella se piden primeramente las cosas celestiales y después las de la tierra.
5. — d) La oración debe ser también devota, porque la consistencia de la devoción es lo que hace que el sacrificio de la oración sea acepto a Dios, según el Salmo LXII, 5-6: «En tu nombre alzaré mis manos: y mi alma se saciará de Ti como de médula y suculencia«. A menudo por el mucho hablar se embota la devoción, por lo cual el Señor nos enseña a evitar la demasiada prolijidad en las palabras, según Mt 6, 7: «Al orar no multipliquéis las palabras«. Agustín le dice a Proba: «Que no haya en la oración muchas palabras; pero no se deje de mucho suplicar si persevera el esfuerzo fervoroso«.
Por lo cual el Señor instituyó esta breve oración [del Padrenuestro],
6. — Por otra parte, la devoción proviene de la caridad, que es amor de Dios y del prójimo. Y uno y otro se manifiestan en esta oración. En efecto, para dar a conocer el divino amor, a Él lo llamamos Padre; y para dar a conocer el amor al prójimo oramos en general por todos diciendo: «Padre nuestro, y perdónanos nuestras deudas». A lo cual nos lleva el amor de nuestros prójimos.
7. — e) La oración debe ser también humilde, según el Salmo 101, 18: «Atendió la oración de los humildes«; y Luc 18, sobre el fariseo y el publicano; y Judit 9, 16: «Siempre te ha sido acepta la súplica de los humildes y mansos«.
Tal humildad se practica en esta oración, porque hay verdadera humildad cuando nada fincamos en nuestras propias fuerzas y sólo del divino poder esperamos obtenerlo todo.
II – EFECTOS DE LA ORACIÓN
8. — B) Conviene saber que la oración produce tres bienes.
a) Primeramente es un remedio eficaz y útil contra los males. En efecto, nos libra de los pecados cometidos. Salmo 31, 5-6: «Tú perdonaste la iniquidad de mi pecado, por lo cual orará a ti todo hombre santo«. Así oró el ladrón en la cruz, y obtuvo el perdón; porque Jesús le dijo: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Luc 23, 43). Así oró el publicano, y volvió a su casa justificado (Luc 18, 14).
Nos libra también del temor de los pecados que pueden sobrevenir, de las tribulaciones y de la tristeza (Sant 5, 13: «¿Hay alguno triste entre vosotros? Que ore (con el alma tranquila)«.
También nos libra de persecuciones y de enemigos. Salmo 108, 4: «En lugar de amarme me denigraban; mas yo oraba«.
9. — b) En segundo lugar es eficaz y útil para la obtención de todos nuestros deseos. Marc 11, 24: «Todo cuanto orando pidiereis creed que lo recibiréis«. Y si no somos escuchados es que no pedimos con insistencia: «En efecto, es necesario orar siempre y no desfallecer» (Luc 18, 1); o no pedimos lo que más conviene para nuestra salvación. Dice Agustín: «Bueno es el Señor, que a menudo no nos concede lo que queremos para darnos lo que más nos favorece«. Ejemplo de ello hallamos en Pablo, que tres veces pidió ser librado de un punzante tormento y no fue oído: 2 Cor 12, 8.
10. — En tercer lugar, la oración es útil porque nos convierte en familiares de Dios. Salmo 140, 2: «Que mi oración esté ante ti como incienso«.
PADRE NUESTRO
11. — Advirtamos dos cosas: de qué manera Dios es Padre y qué le debemos por ser Padre.
Se le llama Padre a causa de la manera especial como nos creó, pues nos creó a su imagen y semejanza, imagen y semejanza que no imprimió en las demás creaturas inferiores. Deut 32, 6: «El mismo es tu Padre, el que te hizo y te creó».
También por razón de su gobierno: aunque gobierna todas las cosas, a nosotros nos gobierna como a señores y las demás cosas como a esclavas. Sab 14, 3: «Tu providencia, oh Padre, gobierna todas las cosas»; y Sab 12, 18: «Y a nosotros nos gobiernas con extremada consideración«.
También por razón de su adopción: porque a las otras criaturas les dio algo como pequeños regalos; mas a nosotros la heredad, y esto porque somos sus hijos; pero por ser hijos también herederos. Dice el Apóstol (Rom 8, 15): «No recibisteis espíritu de servidumbre en el temor, sino espíritu de adopción, por el cual clamamos: Abba, Padre».
12. — Le debemos cuatro cosas:
En primer lugar, honor. Mat 1, 6: «Si yo soy Padre ¿dónde está el honor que me es debido?«: el cual consiste en tres cosas.
Debemos rendirle alabanzas como a Dios. Salmo 49. 23: «El sacrificio de alabanza me honrará«. Las cuales deben estar no sólo en la boca sino también en el corazón. Isaías 29, 13: «Este pueblo me honra con los labios; pero su corazón está lejos de Mí«.
En la pureza del cuerpo por cuanto ve a El mismo. 1 Cor 6, 20: «Glorificad a Dios y llevadlo en vuestro cuerpo«. En la equidad de los juicios respecto al prójimo. Salmo 98, 4: «El honor del rey ama la justicia«.
13. — En segundo lugar debemos imitarlo, porque es nuestro padre. Jer 3, 19: «Me llamaréis Padre y no dejaréis de marchar en pos de Mí«.
Tal imitación se perfecciona con tres cosas.
Con amor. Ef 5, 1-2: «Sed imitadores de Dios como hijos queridos y proceded con amor«. Y éste debe estar en el corazón.
Con misericordia. En efecto, el amor debe acompañarse de misericordia. Luc 6, 36: «Sed misericordiosos«. Y la misericordia debe mostrarse en las obras.
Con perfección. Porque amor y misericordia deben ser perfectos. Mt 5, 48: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto«.
14. — En tercer lugar le debemos obediencia. Hebr 12, 9:
«Mucho mejor es someterse al Padre de los espíritus«.
Y esto por tres razones.
Primeramente a causa de su dominio: Él es en efecto el Señor. Éxodo 24, 7: «Haremos todas las cosas que ha indicado el Señor y seremos obedientes«.
En segundo lugar por [su] ejemplo: porque su verdadero Hijo se hizo obediente al Padre hasta la muerte, como se dice en Filip 2, 8.
En tercer lugar por nuestra conveniencia. 2 Samuel 6, 21: «Danzaré ante el Señor que me eligió«.
15. — En cuarto lugar le debemos paciencia en los castigos. Prov 3, 11-12: «No rechaces, hijo mío, la corrección del Señor; ni desmayes cuando Él te castigue. Porque el Señor reprime a los que ama, y en ellos se complace como un Padre con su hijo«.
16. — Con esto — [con la palabra «nuestro»] — se indica que debemos dos cosas a nuestros prójimos.
Primeramente, amor, porque son nuestros hermanos, puesto que todos son hijos de Dios: 1 Juan 4, 20: «El que no ama a su hermano, a quien ve, ¿cómo podrá amar a Dios, a quien no ve?«
También respeto, porque son hijos de Dios. Mal 2, 10: «¿No es uno mismo el Padre de todos nosotros? ¿No un solo Dios que nos ha creado? ¿Pues por qué desprecia cada uno de vosotros a su hermano?» Rom 12, 10:
«Anticipaos unos a otros en las señales de deferencia«.
Y todo esto por su fruto, porque «Él mismo vino a ser causa de salvación eterna para todos los que le obedecen» (Hebr 5, 9).
QUE ESTAS EN LOS CIELOS
17. — Entre las disposiciones que le son necesarias al que ora, la confianza tiene una gran importancia. Santiago 1, 6: «Pídase con fe, sin vacilar«.
Por lo cual al enseñarnos el Señor a orar, adelantó aquellas cosas por las que se engendra en nosotros la confianza: esto es, la benignidad del Padre: por lo cual dijo «Padre nuestro», según Luc 11,13: «Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre [celestial] os dará [de lo alto»] del cielo su buen Espíritu a los que se lo pidan?»; y la grandeza de su poder: por lo cual dijo «que estás en los cielos». También el Salmo 122, 1: «Levantaré mis ojos a Ti, que habitas en los cielos».
18. — Lo cual puede corresponder a tres cosas:
Primeramente a la preparación del que ora, pues se dice en Eccli 18, 23: «Antes de la oración prepara tu alma». Para que se entienda que «estás en los cielos» es lo mismo que «en la gloria celestial». A este propósito dice Mt 5, 12: «Vuestra recompensa es copiosa en los cielos».
Y tal preparación debe ser mediante la imitación de las realidades celestiales, porque el hijo debe imitar a su padre. Por lo cual se dice en Cor 15, 49: «Así como hemos llevado la imagen del hombre terreno, debemos también llevar la imagen del celeste».
También mediante la contemplación de las cosas celestiales. Porque los hombres suelen dirigir su pensamiento más frecuentemente al lugar donde tienen a su padre y las demás cosas que aman, según Mt 6, 21: «Donde está tu tesoro allí está tu corazón». Por lo cual les decía el Apóstol a los Filipenses (3, 20): «Nuestra morada está en los cielos».
Y mediante la aspiración a las cosas celestiales, de modo que a quien está en los cielos no le pidamos sino las cosas celestiales, conforme a Colos 3, 1: «Buscad las cosas de arriba, donde está Cristo».
19. — En segundo lugar, las palabras «que estás en los cielos» pueden referirse a la facilidad del que oye, porque entonces está más cercano a nosotros; y así, «que estás en los cielos» entiéndase que es lo mismo que en los Santos, en los que Dios habita, conforme a Jer 14, 9: «Tú estás en nosotros, Señor». En efecto, a los Santos se les llama cielos, conforme al Salmo 18, 2: «Los cielos cuentan la gloria de Dios».
Ahora bien, Dios habita en los Santos por la fe: Ef 3, 17: «Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones».
Por la caridad: 1 Juan 4, 16: «El que permanece en la caridad, en Dios permanece, y Dios en él».
Por el cumplimiento de los mandamientos: Juan 14, 23: «Si alguno me ama, observará mi doctrina; y mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él».
20. — En tercer lugar, las palabras «que estás en los cielos» pueden referirse a la omnipotencia del que nos oye; y así, que por cielos entendamos los cielos materiales; no porque Dios esté encerrado en los cielos materiales, porque está escrito en Reyes 8, 27: «Los cielos y los cielos de los cielos no pueden contenerte»; sino para dar a entender: que Dios es de penetrante observación, porque ve desde muy alto. Salmo 101, 20: «Ha mirado desde su santa altura»; que es sublime en su poder, según el Salmo 102, 19: «El Señor dispuso su asiento en el cielo»; que es estable en su eternidad, según el Salmo 101, 13: «Mas Tú permaneces eternamente»; y también el [versículo] 28: «Y tus años no tienen fin».
Por lo cual se dice de Cristo en el Salmo 88, 30: «Su trono es como el día del cielo».
Y el filósofo enseña, en su tratado «Del cielo», que a causa de su incorruptibilidad todos han considerado que el cielo es el asiento de los espíritus.
21. — Con las palabras «que estás en los cielos» se nos da confianza para orar, por tres motivos: por el poder de Aquel a quien se pide; por la familiaridad con Él; y por la conveniencia de la petición.
a) El poder de Aquel a quien se pide es sugerido si por cielos entendemos los cielos materiales. Pues aunque no está Él limitado por los cielos materiales, como se lee en Jeremías 23, 24: Yo lleno el cielo y la tierra; sin embargo se dice que Él está en los cielos materiales para indicar dos cosas: tanto la virtud de su poder como la sublimidad de su naturaleza.
22. — Lo primero es contra los que dicen que todo ocurre necesariamente por la determinación de los cuerpos celestiales: tanto que sería inútil pedirle algo a Dios por la oración. Pero esto es una estulticia, porque si se dice que Dios está en los cielos es precisamente como Señor de los mismos cielos y de las estrellas, conforme al Salmo 102, 19: «El Señor en el cielo asentó su trono».
23. — Lo segundo es contra aquellos que al orar idean e inventan imágenes corporales de Dios. Por eso se dice que está en los cielos para que por aquello que en las cosas sensibles es lo más elevado, se exprese que la divina sublimidad todo lo excede, aun los deseos y la comprensión de los hombres; de modo que todo lo que se pueda pensar o desear es menor que Dios. Por lo cual se dice en Job 36, 26: «¡Qué grande es Dios, que sobrepuja a nuestra ciencia!»;en el Salmo 112, 4: «Excelso es el Señor sobre todas las gentes»; en Isaías 40, 18: «¿A quién habéis asemejado a Dios?».
24. — b) La familiaridad con Dios se nos muestra si por cielos se toma a los Santos. En efecto, ya que algunos dijeron que El por su excelsitud no cuida de las cosas humanas, conviene saber que está muy cerca de nosotros, o más bien nos es íntimo, pues se dice que está en los cielos, esto es, en los Santos, a quienes se les llama cielos, conforme al Salmo 18, 2: «Los cielos cuentan la gloria de Dios»; y Jerem 14, 9: «Tú, Señor, estás con nosotros».
25. — Esto produce confianza en los que oran, por dos motivos.
Primero por la proximidad de Dios, según el Salmo 144, 18: «Muy cerca está el Señor de todos los que lo invocan». Por lo cual nos dice en Mt 6, 6: «Mas tú, cuando vayas a orar entra en tu aposento», a saber, el del corazón.
Segundo, porque por la intercesión de los santos podemos obtener lo que pedimos, según Job 5, 1: «Dirígete a alguno de los Santos»; Sant 5, 16: «Orad los unos por los otros para que seáis salvos».
26. — c) Diciendo «que Él está en los cielos» la oración tiene idoneidad y conveniencia, si por cielos se entienden los bienes espirituales y eternos, en los cuales consiste la bienaventuranza, por dos razones.
Primeramente, porque con estas palabras se inflaman nuestros deseos por las cosas celestiales. En efecto, nuestros deseos deben tender a donde tenemos a nuestro Padre, porque allí es donde está nuestra heredad. Colos 3, 1: «Buscad las cosas que son de arriba». 1Pedro 1, 4 nos habla de «la herencia inmarcesible» que nos está «reservada en los cielos».
En segundo lugar, porque esto nos convida a que nuestra vida sea celestial, a fin de que seamos conformes con el Padre Celestial, según 1 Cor 15, 48: «Como el celeste, así serán los celestes».
Y estas dos cosas —el deseo de lo celestial y una vida celestial— nos hacen idóneos para pedir, pues por ellas es digna la oración.
PRIMERA PETICIÓN
SANTIFICADO SEA TU NOMBRE
27. — Esta es la primera petición. En ella pedimos que su nombre se manifieste y se proclame por nosotros.
Ahora bien, el nombre de Dios es antes que nada admirable, porque en todas las criaturas opera maravillas. Por lo cual dice el Señor en Marc 16, 17: «En mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, cogerán serpientes y aunque beban algo envenenado no les hará daño».
28. — En segundo lugar es amable. Hechos 4, 12: «No se nos ha dado bajo el cielo otro nombre por el que debamos salvarnos». Ahora bien, la salvación debe ser amada por todos. Ejemplo tenemos en San Ignacio, quien amó tanto el nombre de Cristo, que habiéndole pedido [Emperador] Trajano que negara ese nombre, le respondió que no podría quitárselo de la boca; y como aquél lo amenazara con cortarle la cabeza y quitarle así a Cristo de su boca, respondió Ignacio: «Aunque me lo quites de la boca, nunca podrás arrancarlo de mi corazón: porque tengo escrito este nombre en mi corazón, y por lo mismo no puedo dejar de invocarlo».
Habiendo oído esto Trajano, y deseoso de comprobarlo, habiéndole cortado la cabeza al siervo de Dios, ordenó que se le extrajera el corazón, y se halló escrito en él con letras de oro el nombre de Cristo. En efecto, había puesto ese nombre en su corazón como un sello.
29. — En tercer lugar, es venerable. Dice el Apóstol en Fil 2, 10: «Que al nombre de Jesús toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra y en los infiernos».
En el cielo: Ángeles y Santos.
En la tierra: los hombres de este mundo, que tal hacen o por el deseo de alcanzar la gloria o por temor al castigo del que huyen.
Y en los infiernos los condenados, que tal hacen por pavor.
30. — En cuarto lugar, [el nombre de Dios] es inexplicable porque las lenguas todas no bastan para expresarlo [suficientemente].
Pero se trata de hacerlo con ayuda de las criaturas. Y así [a Dios] se le llama roca, por razón de su fortaleza: Mt 16. 18: «Sobre esta roca edificaré mi Iglesia».
También se le llama fuego, porque purifica: porque así como el fuego purifica los metales, así Dios purifica los corazones de los pecadores. Por lo cual dice el Deut 4, 24: «Tu Dios es un fuego devorador».
También luz, porque ilumina: así como la luz aclara las tinieblas, así el nombre de Dios disipa las tinieblas de nuestro entendimiento. Salmo 17, 29: «Dios mío, ilumina mis tinieblas».
31. — Así es que pedimos que el nombre de Dios sea manifestado, para que sea conocido y tenido por Santo.
La palabra Santo tiene tres significaciones.
Santo es lo mismo que inmutable. Y así a todos los bienaventurados que están en el cielo se les llama Santos porque son inquebrantables en la eterna felicidad.
32. — En segundo lugar, Santo es lo mismo que no terreno. Por lo cual los Santos que están en el cielo no tienen ningún afecto terreno. Por lo que dice el Apóstol en Fil 3, 8: «Todas las cosas las tengo por inmundicias, por ganar a Cristo».
Con la palabra tierra se designa a los pecadores.
Primeramente por razón de lo que engendran. Porque así como la tierra, si no se cultiva, produce espinas y abrojos, así también el alma del pecador, si no es cultivada por la gracia, no da sino las espinas y los abrojos de los pecados: Gen 3, 18: «Espinas y abrojos te producirá».
En segundo lugar, por su oscuridad. En efecto, la tierra es oscura y opaca: y así también el [alma del] pecador es tenebrosa y opaca. Gen 1, 2: «Las tinieblas cubrían la superficie del abismo».
En tercer lugar, por razón de su condición. Porque la tierra es un elemento que se disgrega si no se lo impide la humedad del agua: porque Dios estableció la tierra sobre las aguas, según el Salmo 135, 6: «Sobre las aguas afirmó la tierra», porque con la humedad del agua se detiene la aridez o sequedad de la tierra. De manera semejante, el pecador tiene el alma seca y árida, según el Salmo 142, 6: «Como tierra sin agua, mi alma sin Ti».
33. — En tercer lugar, Santo significa también «teñido en sangre». Por eso a los Santos que están en el cielo se les llama Santos porque están teñidos en sangre, según el Apoc 7, 14: «Estos son los que vienen de la gran tribulación, y lavaron sus vestiduras en la sangre del cordero». Asimismo Ibíd. 1, 5: «Nos lavó de nuestros pecados con su sangre».
SEGUNDA PETICIÓN:
VENGA A NOSOTROS TU REINO
34. — Como está dicho, el Espíritu Santo hace que amemos, deseemos y pidamos rectamente.
Y primeramente causa en nosotros el temor por el que tratamos de que sea santificado el nombre de Dios.
Otro don es el don de piedad. La piedad es propiamente un afecto tierno y devoto al Padre, y también a todo hombre que se halle en la miseria.
Como Dios es ciertamente nuestro Padre, no solamente debemos reverenciarlo y temerlo, sino que también debemos tenerle un amor tierno y delicado. Y este afecto es el que nos hace pedir que venga el reino de Dios. Tit 2, 12-13: «Vivamos en este siglo con piedad y justicia, aguardando la feliz esperanza y la manifestación de la gloria del gran Dios».
35. — Mas se podría preguntar: El reino de Dios siempre ha existido: ¿por qué pues pedimos que venga?
Debemos responder que esto puede entenderse de tres maneras.
A) En primer lugar porque algunas veces un rey tiene tan sólo el derecho del reino o del señorío; y sin embargo aún no se declara el dominio de ese mismo reino porque la gente del reino aún no se le sujeta. Luego su reinado o dominio se declarará cuando la gente del reino se le sujete.
Ahora bien, por sí mismo y por su naturaleza Dios es el Señor de todo. Dan 7, 14: «A Él se le dio el poder, el honor y el reino». Es necesario, por lo tanto, que todo le esté sometido. Pero esto no se ha realizado aún, sino que se realizará al fin del mundo. 1 Cor 15, 25: «Él debe reinar hasta que ponga a todos sus enemigos a sus pies». Por lo cual pedimos y decimos: «Venga a nos tu reino».
36. — Y esto lo pedimos en cuanto a tres cosas: que los pecadores se conviertan y sean salvados por la gracia de Dios; que los pecadores sean castigados en la vida presente para su conversión para que escapen el castigo eterno; que los pecadores contumaces en impenitencia final sean castigados; y la muerte destruida.
Porque los hombres están sometidos a Cristo de dos maneras: o voluntariamente, o a la fuerza. Como, en efecto, la voluntad de Dios es de tal manera eficaz que se tiene que cumplir totalmente y Dios quiere que todas las cosas se le sometan a Cristo, una de esas dos maneras será necesaria: o sea, que o el hombre haga la voluntad de Dios sometiéndose uno a sus mandatos, y esto es lo que hacen los justos; o que Dios haga con todos su propia voluntad castigándolos, y esto hará con los pecadores y con sus enemigos. Lo cual será en el fin del mundo. Salmo 109, 1: cuando «ponga a tus enemigos de escabel de tus pies».
Por lo cual les es dado a los santos (los justos que viven en el estado de gracia santificante) el pedir que venga el reino de Dios, o sea, que se le sometan aquéllos totalmente.
Más para los pecadores contumaces es algo horrible, porque el pedir que venga el reino de Dios no es sino que por voluntad de Dios se les someta a los suplicios. Amos 5, 18: «¡Ay de los [pecadores] que ansían el día del Señor!».
Pero con esto se destruirá la muerte. En efecto, como Cristo es la vida, en su reino no puede existir la muerte, que es lo contrario de la vida. Por lo cual se dice en 1 Cor 15, 26: «El último enemigo en ser destruido será la muerte».
Y esto ocurrirá en la resurrección. Fil 3, 21: «Transformará nuestro vil cuerpo en un cuerpo semejante al suyo glorioso».
37. — B) En segundo lugar el reino de los cielos se llama gloria del paraíso. Ni es de admirar, porque reino no significa sino gobierno. Y se da el mejor gobierno donde nada hay contra la voluntad del gobernante. Ahora bien, la voluntad de Dios es la salvación de los hombres, porque Él quiere que [todos] los hombres se salven (cf. 1 Tim 2, 4). Y esto será principalmente en el paraíso, donde no habrá nada contrario a la salvación de los hombres. Mt 13, 41: «Los ángeles quitarán de su reino todos los escándalos». Mas en este mundo hay muchas cosas contrarias a la salvación de los hombres. Así es que cuando pedimos «Venga a nos tu reino» oramos para ser partícipes del reino celestial y de la gloria del paraíso.
38. — Y este reino es sobremanera deseable por tres motivos.
Primeramente por la soberana justicia que en él hay. Isaías 60, 21: «Tu pueblo: todos justos». Y si bien aquí los malos están mezclados con los buenos, allá no habrá ningún malo y ningún pecador.
39. — También por su perfectísima libertad. Pues aquí no existe la libertad, aunque todos naturalmente la desean; pero allá habrá libertad plena contra toda clase de esclavitud. Rom 8, 21: «La criatura misma será liberada [de la esclavitud] de la corrupción». Y no sólo serán todos libres sino que también serán reyes: Apoc 5, 10: «Nos hiciste reyes para nuestro Dios».
La razón de ello es que todos tendrán la misma voluntad con Dios; y Dios querrá todo lo que los santos quieran, y éstos lo que Dios quiera: de modo que al hacerse la voluntad de Dios se hará la de ellos. Y por lo mismo todos reinarán, pues se hará la voluntad de todos, y el Señor será la corona de todos. Isaías 28, 5: «En aquel día el Señor de los ejércitos será corona de gloria y diadema de gozo para el resto de su pueblo».
40. — También por su maravillosa plenitud [de bienes]. Isaías 64, 4: «Ningún ojo ha visto, sino sólo Tú, oh Dios, lo que has preparado para los que te están aguardando». Salmo 102, 5: «Él es el que sacia con sus bienes tus deseos».
Y adviértase que el hombre hallará todo en solo Dios más excelentemente y más perfectamente que todo cuanto encuentre en el mundo. Si buscas el deleite, el supremo deleite encontrarás en Dios; si riquezas, en El encontrarás toda la abundancia que da su razón de ser a las riquezas; y así en cuanto a lo demás. Dice San Agustín en sus Confesiones: «Cuando el alma fornica alejándose de ti, fuera de ti busca las cosas puras y límpidas que no encuentra sino cuando vuelve a ti».
41. — C) El tercer motivo [de pedir a Dios que venga su reino] es que algunas veces reina en este mundo el pecado. Y esto ocurre cuando el hombre está de tal manera dispuesto que sigue inmediatamente y hasta el final su inclinación al pecado. Dice el Apóstol en Rom 6, 12: «Que no reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal»; sino que Dios debe reinar en tu corazón. Isaías 7, 7: «Sion, reinará tu Dios». Y esto ocurre cuando está presto a obedecer a Dios y a observar todos sus mandamientos. Así es que cuando pedimos que venga el reino de Dios, pedimos que no reine en nosotros el pecado, sino Dios.
42. — Por esta misma petición llegaremos a la bienaventuranza, de la que se dice en Mt 5, 4: «Bienaventurados los mansos». En efecto, según la primera explicación [del «venga a nos tu reino»], por desear el hombre que Dios sea el Señor de todos, no se venga de la injuria que se le infiera, sino que se la deja a Dios. Porque si te vengaras, no desearías que viniese su reino.
Y según la segunda explicación, si esperas su reino, o sea, la gloria del paraíso, no debes preocuparte si pierdes los bienes de este mundo.
Asimismo según la tercera explicación, si pides que Dios reine en ti y su Cristo, como Él fue mansísimo, también tú debes ser manso. Mt 11, 29: «Aprended de Mí que soy manso».Hebr 10, 34: «Con alegría aceptasteis el despojo de vuestros bienes».
TERCERA PETICIÓN:
HÁGASE TU VOLUNTAD ASÍ EN LA TIERRA COMO EN EL CIELO
43. — El tercer don que produce en nosotros el Espíritu Santo se llama don de ciencia.
En efecto, el mismo Espíritu Santo no sólo produce en los buenos el don de temor y el don de piedad, que es, como ya se dijo, un delicado amor a Dios, sino que también hace sabio al hombre. Y esto lo pedía David en el Salmo 118, 66, diciendo: «Enséñame la bondad, la sabiduría y la ciencia». Y esta es la ciencia por la que se vive rectamente y que el Espíritu Santo nos enseñó.
Entre las cosas relativas a la ciencia y a la sabiduría del hombre la más importante es la prudencia por la que el hombre no se fía en su propio sentir. Prov 3, 5: «No descanses en tu propia prudencia». En efecto, los que presumen de su propio juicio, de modo que no dan crédito a los demás, sino sólo a sí mismos, siempre son tenidos y juzgados como insensatos. Proverbios 26, 12: «¿Has visto a un hombre que se cree sabio? Habrá que esperar más de un insensato que de él».
En efecto, que el hombre no crea en su propio juicio procede de la humildad, porque donde hay humildad hay sabiduría, como se dice en Prov 11, 2. Los soberbios, en cambio, confían demasiado en sí mismos.
44. — Así es que por el don de ciencia el Espíritu Santo nos enseña a no hacer nuestra voluntad sino la voluntad de Dios. Y así por este don le pedimos a Dios que se haga su voluntad así en la tierra como en el cielo. Y en esto se manifiesta el don de ciencia.
Así es que se le dice a Dios: «Hágase tu voluntad», como sí estuviese uno enfermo, y al aceptar algo del médico, no quiere exactamente sino lo que sea la prescripción del médico, pues si lo quisiera por su sola voluntad, necio sería. Nosotros, igualmente, nada debemos pedirle a Dios sino que haga de nosotros lo que sea su voluntad, o sea que se cumpla su voluntad en nosotros.
En efecto, el corazón del hombre es recto cuando concuerda con la voluntad divina. Esto es lo que hizo Cristo: Juan 6, 38: «He bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado». En efecto, Cristo en cuanto Dios tiene una misma voluntad con el Padre; pero en cuanto hombre tiene voluntad distinta de la del Padre: y en cuanto a esta voluntad Él declara que no hace su voluntad sino la del Padre. Y por esto nos enseña a orar y pedir: «Hágase tu voluntad».
45. — Pero ¿qué es lo que se está diciendo? ¿Acaso no se dice en el Salmo 113, 3 que «hizo todo lo que quiso»? Si [Dios] hace todo lo que quiere en el cielo y en la tierra, ¿qué significa esto otro que [Cristo] dice: «Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo»?
46. — En cuanto a esto debemos saber que Dios quiere de nosotros tres cosas, y nosotros pedimos que éstas se cumplan.
A) Lo primero que Dios quiere para nosotros es que poseamos la vida eterna. En efecto, quien hace una cosa por algún fin, desea de ella aquello por lo que la hizo. Ahora bien, Dios hizo al hombre, mas no para nada, porque, según se dice en el Salmo 88, 48, «¿Acaso creaste en vano a todos los hijos de los hombres?». Así es que para algo creó a los hombres; mas no para los placeres, porque también los animales los tienen, sino para que posean la vida eterna. Luego el Señor quiere que el hombre posea la vida eterna.
47. — Siempre que una cosa alcanza aquello para lo que fue hecha, se dice que se salva; más cuando no lo alcanza se dice que esa cosa se pierde. Ahora bien, Dios hizo al hombre para la vida eterna. Así es que cuando el hombre consigue la vida eterna, se salva; y tal es la voluntad de Dios: Juan 6, 40: «La voluntad de mi Padre que me ha enviado es que todo aquel que ve al Hijo y cree en El, posea la vida eterna».
Esta voluntad ya se cumplió en los Ángeles y en los Santos que están en la patria, porque ven a Dios y lo conocen y gozan de Él.
Pero nosotros deseamos que así como se ha realizado la voluntad de Dios en los bienaventurados que están en los cielos, también se realice en nosotros que estamos en la tierra. Y esto es lo que pedimos al orar así: «Hágase tu voluntad» en nosotros que estamos en la tierra, así como se cumple en los santos que están en el cielo.
48. — B) También es voluntad de Dios respecto a nosotros que guardemos sus mandamientos. En efecto, cuando alguien desea algo, no sólo quiere lo que desea, sino todas las cosas por las que alcanza aquello. Así el médico que desea que [el enfermo] obtenga la salud, quiere también la dieta, la medicina y lo demás de este género.
Ahora bien, Dios quiere que poseamos la vida eterna. Mt 19, 17: «Si quieres entrar en la vida eterna, guarda los mandamientos». Así es que Él quiere que cumplamos los mandamientos. Rom 12, 1: «Que nuestra obediencia sea conforme a la razón», ib. 2: «para que distingáis cuál es la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta».
Es buena por ser útil: Isaías 48, 17: «Yo soy el Señor que te enseña lo que es provechoso».
Es del agrado de quien lo ama; y aunque no es agradable para los demás, sin embargo es deleitosa para el que ama. Salmo 96, 11: «La luz sale para el justo, y la alegría para los de recto corazón».
Es perfecta por ser honesta: Mt 5, 48: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto».
Así es que cuando decimos «Hágase tu voluntad», oramos por nuestro cumplimiento de los mandatos de
Dios.
Ahora bien, esta voluntad de Dios se cumple en los justos, pero aún no en los pecadores. A los justos se les designa por el cielo; a los pecadores, por la tierra.
Así es que pedimos que se haga la voluntad de Dios «así en la tierra», o sea, en los pecadores, «como en el cielo», esto es, en los justos.
49. — Más debemos observar que por el modo de hablar se nos revela la doctrina. En efecto, no dice Haz, ni tampoco Hagamos, sino que dice: «Hágase tu voluntad», porque dos cosas son necesarias para la vida eterna, a saber, la gracia de Dios y la voluntad del hombre, pues aunque Dios haya hecho al hombre sin el hombre, sin embargo no lo justifica sin él. San Agustín dice en su Comentario sobre San Juan: «Quien te creó sin ti no te justificará sin ti», porque Él quiere que el hombre coopere. Zac 1, 3: «Convertíos a mí y Yo me convertiré a vosotros». Y el Apóstol, 1 Cor 15, 10: «Por la gracia de Dios soy lo que soy, y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí».
Así es que no presumas de ti mismo, sino que confía en la gracia de Dios, ni tampoco te descuides sino que pon tu esfuerzo. Por lo cual no se dice «Que hagamos», para que no parezca que nada tiene que hacer la gracia de Dios; ni tampoco se dice «Haz», para que no parezca que nada tienen que hacer nuestra voluntad y nuestro esfuerzo; sino que se dice «Hágase» por la gracia de Dios, a la que se agrega nuestro cuidado y nuestro esfuerzo.
50. — C) Lo tercero que Dios quiere de nosotros es que el hombre sea restituido al estado y dignidad en que fue creado el primer hombre, la cual fue tan grande que su espíritu y su alma no sufrían ninguna oposición de la carne y de la sensualidad.
En efecto, mientras el alma estuvo sujeta a Dios, tan sujeta estuvo la carne al espíritu que no experimentó ni la corrupción de la muerte o de enfermedad alguna ni otras alteraciones; pero desde que el espíritu y el alma, que era el medio entre Dios y la carne, se le rebeló a Dios por el pecado, empezó entonces a experimentar la muerte y las enfermedades, y una continua rebelión de la sensibilidad contra el espíritu. Rom 7, 23: «Advierto otra ley en mis miembros que resiste a la ley de mi razón»; y Gal. 5, 17: «La carne tiene apetencias contrarias al espíritu y el espíritu las tiene contrarias a la carne». Así hay una guerra incesante entre la carne y el espíritu, y el hombre continuamente se echa a perder por el pecado.
Sin embargo, la voluntad de Dios es que el hombre sea restablecido en su primer estado, o sea, que en su carne no haya nada contrario a su espíritu: 1 Tes 4, 3: «La voluntad de Dios es vuestra santificación».
51. — Ahora bien, esta voluntad de Dios no puede cumplirse en esta vida sino que se cumplirá con la resurrección de los Santos, cuando sus cuerpos resucitarán glorificados, y serán incorruptibles y espléndidos: 1 Cor
15, 43: «Sembrado en la ignominia, resucitará en la gloria».
Sin embargo, la voluntad de Dios está en los justos en cuanto al espíritu por su justicia, su ciencia y su vida. Por lo cual, cuando decimos «Hágase tu voluntad» oramos por que eso sea también en nuestra carne. De modo que por cielo entendemos nuestro espíritu, por tierra nuestra carne, para que este sea el sentido: «Hágase tu voluntad» así «en la tierra», esto es en nuestra carne, «como» se cumple «en el cielo», esto es en nuestro espíritu por la justicia.
52. — Por esta petición llegamos a la bienaventuranza de las lágrimas, de la que dice San Mateo 5, 5: «Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados». Y esto conforme a cualquiera de tres explicaciones.
Según la primera deseamos la vida eterna: pues bien, por el amor a ella somos inducidos al llanto: Salmo 119, 5: «Ay de mí, porque mi destierro se ha prolongado». Y este anhelo de los santos es tan vehemente que por esto desean la muerte, la cual de por sí es de huírsele: 2 Cor 5, 8: «Con buen ánimo preferimos mejor salir de este cuerpo y vivir en la presencia de Dios».
Según la segunda explicación, los que guardan los mandamientos están en la aflicción, porque aunque éstos son dulces para el alma, sin embargo para la carne son amargos, a la que continuamente mortifican: Salmo 125, 5: «Cuando iban sembraban llorando», en cuanto a la carne; «más cuando vuelvan vendrán con gran regocijo», en cuanto al alma.
Según la tercera explicación, de la lucha que continuamente existe entre la carne y el espíritu proviene el llanto. En efecto, no es posible que el alma no sea debilitada cuando menos por los pecados veniales, por parte de la carne: y por esto, para expiarlos, está en llanto: Salmo 6, 7: «Cada noche», o sea durante las tinieblas de mis pecados, «baño mi lecho», esto es, mi conciencia. Y quienes así lloran llegan a la Patria, a la que Dios nos conduzca.
CUARTA PETICIÓN:
DANOS HOY NUESTRO PAN DE CADA DÍA
53. — Muchas veces sucede que por su gran ciencia y sabiduría el hombre se vuelve tímido. Por lo cual es necesaria la fortaleza del corazón, para que no desfallezca en sus necesidades. Isaías 40, 29: «Él es el que al cansado da vigor, y a los que no lo están les multiplica la fuerza y el vigor». Porque esta fortaleza la da el Espíritu Santo: Ez 2, 2: «Entró en mí el Espíritu y me hizo tenerme en pie».
Más la fortaleza que el Espíritu Santo da es para que el corazón del hombre no desfallezca por temor de [carecer de] las cosas necesarias, sino que firmemente crea que todas las cosas que le son necesarias le serán concedidas por Dios. Por lo cual el Espíritu Santo, que da esa fortaleza, nos enseña a pedirle a Dios: «Danos hoy nuestro pan de cada día». Por lo cual se le llama Espíritu de fortaleza.
54. — Más debemos saber que en las tres peticiones precedentes se piden bienes espirituales que tienen su principio en este mundo pero que no se perfeccionan sino en la vida eterna.
Así es que cuando pedimos que sea santificado el nombre de Dios, lo que pedimos es que su santidad sea conocida.
Cuando pedimos que venga el reino de Dios, lo que pedimos es ser partícipes de la vida eterna.
Cuando rogamos que se haga la voluntad de Dios, lo que pedimos es que se cumpla en nosotros su voluntad. Y aunque todas estas cosas comienzan en este mundo, sin embargo, no se pueden tener perfectamente sino en la vida eterna.
Por lo cual fue necesario que pidamos algunos bienes indispensables que se pudiesen poseer perfectamente en la presente vida.
Por eso el Espíritu Santo nos enseñó a pedir los bienes que son necesarios en la presente vida y que aquí se poseen perfectamente. Y a la vez se nos muestra que también los bienes temporales se nos dan por la providencia de Dios. Y esto es lo que se expresa así: «Danos hoy el pan nuestro de cada día».
55. — Con estas palabras nos enseñó Cristo a evitar cinco pecados que se cometen habitualmente por el apetito de las cosas temporales.
El primer pecado es que el hombre, por un apetito inmoderado pide cosas que exceden a su estado y condición, no contento con lo que le es conveniente. Por ejemplo, si siendo soldado desea vestirse no como soldado sino como conde; si siendo clérigo, no como clérigo sino como Obispo. Y este vicio aparta a los hombres de las cosas espirituales, en cuanto liga excesivamente sus deseos a las cosas temporales.
Pues este vicio nos enseñó el Señor a evitarlo al enseñarnos a pedir tan sólo pan, o sea, los bienes necesarios para la presente vida según la condición de cada quien: cosas todas que se comprenden con el nombre de pan. Por lo cual no nos enseñó a pedir cosas delicadas, ni muchas, ni exquisitas, sino pan, sin el cual la vida del hombre no es posible porque es [el alimento] común a todos. Eccli 29, 28: «Lo primero para la vida del hombre son el pan y el agua».Dice el Apóstol en 1 Tim 6, 8: «Teniendo comida y con qué vestir, estemos contentos con eso».
56. — El segundo vicio consiste en que algunos en la adquisición de los bienes temporales perjudican y defraudan a los demás. Este vicio es tan peligroso cuanto difícil es restituir los bienes robados. Pues no se perdona ese pecado si no se restituye lo robado, según San Agustín. Y este vicio nos enseñó El a evitarlo enseñándonos a pedir nuestro pan, no el ajeno. Y los ladrones no comen su pan, sino el ajeno.
57. — El tercer vicio consiste en la excesiva solicitud. En efecto, hay algunos que nunca están contentos con lo que tienen, sino que siempre quieren más. Lo cual es inmoderado, porque el deseo debe moderarse conforme a la necesidad. Prov 30, 8: «No me des ni riquezas ni pobreza; dame solamente lo necesario para mi subsistencia». Y Él nos enseñó a evitar este pecado diciendo: «El pan nuestro de cada día», o sea de un solo día o de una sola unidad de tiempo.
58. — El cuarto vicio es la inmoderada voracidad. En efecto, hay quienes en un solo día desean gastar tanto que les bastaría para muchos días: estos no piden el pan de cada día sino el de diez días. Y como gastan demasiado resulta que todo se lo acaban. Prov 23, 21: «Dedicados a la bebida y a pagar su parte en comilonas, se arruinarán». Eccli 19, 1: «El obrero borracho no se enriquecerá».
59. — El quinto vicio es la ingratitud. Que alguien se ensoberbezca por las riquezas y no reconozca que las tiene de Dios es algo demasiado malo. Porque todo lo que tenemos, tanto lo espiritual como lo temporal, proviene de Dios. 1 Paral 29, 14: «Tuyas son todas las cosas, de tu mano las hemos recibido». Por lo cual, para descartar este vicio dice El: «Danos» y «el pan nuestro», para que sepamos que todos nuestros bienes vienen de Dios.
60. — Y de esto tenemos una prueba: porque ocurre que alguno que tiene grandes riquezas ninguna utilidad obtiene de ellas sino daño espiritual y temporal. Porque algunos se perdieron por sus riquezas. Eccle 6, 1-2: «Hay otro mal que he visto bajo el sol, mal que es frecuente entre los hombres. El hombre a quien Dios dio riquezas y hacienda y honores, y nada le falta a su alma de cuantas cosas desea; mas Dios no le permite disfrutar de ello, sino que un extraño lo ha de devorar». También Eccle 5, 12: «Las riquezas acumuladas para daño de su dueño».
Así es que debemos pedir que nuestros bienes nos sean útiles. Y esto lo pedimos cuando decimos: «Danos nuestro pan», o sea, haz que los bienes nos sean útiles. Job 20, 14-15: «Su pan se convertirá dentro de su vientre en hiel de áspides. Vomita las riquezas que engulló, y Dios se las arranca de su vientre».
61. — Otro vicio es la excesiva solicitud en las cosas del mundo. Porque hay algunos que ahora se inquietan por los bienes temporales de hasta un año entero, y cuando ya los poseen jamás descansan. Mt 6, 31: «No andéis preocupados diciendo: ¿qué vamos a comer? o ¿qué vamos a beber? o ¿con qué nos vestiremos?». Por lo cual el Señor nos enseñó a pedir que hoy se nos dé nuestro pan, o sea, lo necesario para el momento presente.
62. — Hay, en verdad, otras dos clases de pan: a saber, el pan sacramental y el pan de la palabra de Dios.
Así es que pedimos nuestro pan sacramental, que diariamente se consagra en la Iglesia, a fin de que tal como lo recibimos en el Sacramento se nos dé para nuestra salvación. Juan 6, 51: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo». 1 Cor 11, 29: «Quien lo come y bebe indignamente traga y bebe su propia condenación».
El otro pan es la palabra de Dios. Mt 4, 4: «No sólo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios».
Así es que le pedimos que nos dé el pan, esto es, su palabra. Y de esta palabra proviene para el hombre la bienaventuranza que es hambre de justicia. Porque cuando se poseen los bienes espirituales más se desean; y de este deseo proviene el hambre, y de tal hambre la saciedad de la vida eterna.
QUINTA PETICIÓN:
Y PERDÓNANOS NUESTRAS DEUDAS, ASÍ COMO NOSOTROS PERDONAMOS A NUESTROS DEUDORES
63. — Hay algunos de gran sabiduría y fortaleza; y por confiar demasiado en su capacidad no efectúan sabiamente sus obras, ni llevan a su término lo que pretenden. Prov 20, 18: «Las empresas con el consejo se afianzan».
Pero advirtamos que el Espíritu Santo, que da la fortaleza, da también el consejo. Porque todo buen consejo relativo a la salvación de los hombres del Espíritu Santo procede.
Ahora bien, el consejo le es necesario al hombre cuando vive en tribulación, como la consulta de los médicos cuando alguien enferma. Por lo cual también el hombre, como espiritualmente está enfermo por el pecado, para sanar debe pedir consejo.
En Daniel 4, 24 se ve que el consejo le es necesario al pecador cuando dice [a Nabucodonosor]: «Oh rey, acepta mi consejo. Redime con limosnas tus pecados». El mejor consejo contra el pecado es la limosna y la misericordia. Por lo cual el Espíritu Santo enseña a los pecadores que pidan y oren: «Perdónanos nuestras deudas».
64. — Por otra parte, a Dios le debemos lo que le quitamos de su derecho. Ahora bien, derecho de Dios es que hagamos su voluntad, prefiriéndola a la nuestra. Así es que menoscabamos su derecho cuando preferimos nuestra voluntad a la suya; y esto es pecado. Y los pecados son deudas nuestras. Por lo mismo el consejo del Espíritu Santo es que le pidamos a Dios el perdón de nuestros pecados; por lo cual decimos: «Perdónanos nuestras deudas».
65. — En estas palabras podemos considerar tres cosas.
Primeramente el porqué de esta petición; en segundo lugar cuándo se cumple; en tercer lugar qué se necesita de nuestra parte para que se cumpla.
A) En cuanto a lo primero debemos saber que de esta petición podemos colegir doscosas que les son necesarias a los hombres en esta vida.
Una es que el hombre se mantenga siempre en temor y humildad. En efecto, ha habido algunos tan presuntuosos que enseñaron que el hombre puede vivir en este mundo de tal manera que por sí mismo le es posible evitar el pecado. Pero esto a nadie le ha sido dado sino sólo a Cristo, que poseyó el Espíritu sin medida, y a la Santísima Virgen, que fue la llena de gracia, concebida Inmaculada sin pecado original, en la que no hubo ningún pecado, como dice San Agustín: «De ella (o sea de la Virgen) no quiero hacer ninguna mención cuando se trata del pecado». Pero a ninguno de los otros Santos se le concedió el no incurrir al menos en algún pecado venial: 1 Juan 1, 8: «Si decimos que no tenemos pecado nos engañamos nosotros mismos y no hay verdad en nosotros».
Esto mismo se demuestra por esta petición. En efecto, es evidente que a todos, aun a los mismos Santos, les conviene decir estas palabras del «Padre Nuestro»: «Perdónanos nuestras deudas». Así es que todos reconocen y confiesan que son pecadores y deudores.
Por lo tanto, como eres pecador, debes temer y humillarte.
66. — La otra enseñanza es que vivamos siempre en la esperanza; porque aun cuando somos pecadores no debemos desesperar, no sea que la desesperación nos lleve a mayores y diversos pecados, como dice el Apóstol en Ef 4, 19: «Los cuales, desesperados, se entregaron a la disolución, en la práctica de toda especie de impureza». Luego conviene que siempre esperemos; porque por más pecador que sea el hombre debe esperar, pues si se arrepiente y se convierte perfectamente, Dios lo perdona. Ahora bien, tal esperanza se fortalece en nosotros cuando pedimos: «Perdónanos nuestras deudas».
67. — Esta esperanza la arrancaron los Novacianos, los cuales dijeron que quienes pecaran [aunque fuera] una sola vez después del bautismo jamás obtendrían misericordia. Pero esto no es verdad, puesto que la palabra de Cristo es verdadera: Mt 18, 32: «Te perdoné toda deuda porque me lo rogaste». Así es que en cualquier día que pidas podrás alcanzar misericordia, si ruegas con dolor de tus pecados.
Así pues, de esta petición brotan el temor y la esperanza: porque todos los pecadores contritos y que se confiesan alcanzan misericordia. Por lo cual era necesaria esta petición [dentro del Padre Nuestro].
68. — En cuanto a lo segundo [o sea, cuándo es oída esta petición, de que se nos perdonen nuestras deudas], debemos saber que en el pecado hay dos elementos: la culpa con la que Dios es ofendido y la pena que se debe por la culpa. Más la culpa se perdona con la perfecta contrición, que incluye el propósito de confesarse y satisfacer. Salmo 21, 5: «Confesaré, dije yo, contra mí mismo al Señor mi injusticia; y tú perdonaste la impiedad de mi pecado». Por lo tanto no se debe desesperar puesto que para el perdón de la culpa basta la perfecta contrición con el propósito de confesarse. [Pero como nadie puede estar seguro de que su contrición sea perfecta, como enseña el mismo Santo Tomás (Véase R. Sineux, o.p., Compendio de la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino, t. III, p. 227. Ed. Tradición), por eso no se puede comulgar sino después de haberse confesado debidamente.]
69. — Pero quizá alguno diga: Puesto que el pecado se perdona por la perfecta contrición, ¿para qué es necesario el sacerdote?
A) lo cual debemos decir que por la perfecta contrición Dios perdona la culpa, y la pena eterna se conmuta en pena temporal; así es que queda obligado a la pena temporal. Por lo cual, si muriese sin confesión, no por desprecio de ella sino por falta de tiempo, iría al purgatorio, [esto —conviene insistir— en el caso de que la contrición hubiese sido perfecta, o sea por puro amor a Dios, no por el interés del cielo ni por el temor al infierno; pues la sola atrición, o contrición imperfecta sin la confesión, aunque ésta se desee, no perdona los pecados mortales…].
Así es que cuando te confieses, el sacerdote te absuelve de esta pena por el poder de las llaves al que te has sometido al confesarte. Y por eso dijo Cristo a los Apóstoles (Juan 20, 22-23): «Recibid el Espíritu Santo: se les perdonan sus pecados a aquellos a quienes se los perdonareis; y se les retienen a aquellos a quienes se los retuviereis».
Por eso cuando alguien se confiesa una vez, se le perdona algo de esa pena y de igual manera cuando se confiesa de nuevo. Y podría confesarse tantas veces que se le perdonara íntegra.
70. — Además, los sucesores de los Apóstoles hallaron [en la fuente de la Revelación] otro modo de perdón de esta pena: a saber, por el beneficio de las indulgencias, que para el que vive en la caridad valen tanto cuanto expresan y cuanto prometen. Es claro que el Papa tiene este poder. Porque muchos Santos hicieron gran número de obras buenas, y sin pecar, al menos mortalmente; y tales obras buenas las hicieron para la utilidad de la Iglesia. Asimismo los méritos de Cristo y de la Santísima Virgen están como en un tesoro. Por lo cual el Sumo Pontífice, y aquellos a quienes él mismo lo conceda, pueden distribuir esos méritos donde sea necesario.
Así pues, se perdonan los pecados no sólo en cuanto a la culpa por la contrición, sino también en cuanto a la pena por la confesión y por las indulgencias.
71. — C) Acerca de lo tercero -[qué debemos hacer para que se cumpla esta petición del Padrenuestro] — debemos saber que de nuestra parte se requiere que nosotros perdonemos a nuestros prójimos las ofensas que se nos hagan. Por lo cual se dice: «así como nosotros perdonamos a nuestros deudores», pues de otra manera Dios no nos perdonaría. Eccli 28, 3: «Un hombre guarda encono contra otro hombre y de Dios espera su remedio».
Luc 6, 37: «Perdonad y seréis perdonados».
Por lo cual sólo en esta petición se pone una condición, al decir «Así como nosotros perdonamos a nuestros deudores». Por lo mismo, si no perdonas no se te perdonará.
72. — Más podríais decir: yo diré las palabras precedentes, a saber, «perdónanos», pero callaré el «así como nosotros perdonamos a nuestros deudores».
Luego ¿acaso tratas de engañar a Cristo? Pero seguramente que no lo engañarás. Porque Cristo, que hizo esta oración, muy bien se acuerda de ella; por lo cual no puede ser engañado. Por lo tanto, si la dices con la boca, ratifícala con el corazón.
73. —- Pero preguntémonos si el que no se propone perdonar a su prójimo deba decir «así como nosotros perdonamos a nuestros deudores». Parece que no, porque mentiría.
Debemos responder que no miente porque no ora en su nombre sino en nombre de la Iglesia, la cual no es engañada. Por eso esta petición se expresa en plural.
74. — Pero es de saber que de dos modos se perdona. Uno es de los perfectos, o sea, que el ofendido busca al ofensor. Salmo 33, 15: «Busca la paz”. El otro es común a todos, al que todos están obligados, o sea, que se le conceda el perdón al que lo pida. Eccli 28, 2: «Perdona a tu prójimo que te agravia, y cuando lo pidas te serán perdonados tus pecados».
75. — De esto se sigue otra bienaventuranza: «Bienaventurados los misericordiosos». En efecto, la misericordia nos hace compadecernos de nuestro prójimo.
SEXTA PETICIÓN:
Y NO NOS DEJES CAER EN TENTACIÓN
76. — Algunos, aunque pecaron, desean sin embargo obtener el perdón de sus pecados; y en consecuencia se confiesan y hacen penitencia y sin embargo no ponen todo el cuidado que deberían para no caer de nuevo en sus pecados. No es conveniente que por una parte llore uno sus pecados y se arrepienta y por otra, pecando, repita lo que llorará. Y por esto dice Isaías, 1, 16: «Lavaos, limpiaos, quitad de delante de mi vista la perversidad de vuestros pensamientos, dejad de hacer el mal».
Y por lo mismo, como ya se dijo, Cristo nos enseñó en la petición precedente a pedir el perdón de nuestros pecados; y en ésta nos enseña a pedir que podamos evitar los pecados, de modo que no seamos inducidos a la tentación por la que caemos en el pecado, con estas palabras: «Y no nos dejes caer en tentación».
77. — Acerca de esto examínense tres cosas:
Primeramente qué es la tentación;
En segundo lugar cómo y por quién es tentado el hombre en tercerlugar cómo se libra de la tentación.
78. — En cuanto a lo primero debemos saber que tentar no es sino sujetar a experimento o poner a prueba: así es que tentar a un hombre es probar su virtud.
Se sujeta a experimento o se pone a prueba la virtud de un hombre de dos maneras, por cuanto dos cosas exige la virtud del hombre. Una consiste en que el bien que se ha de hacer se ejecute de manera excelente; la otra en que se guarde uno del mal. Salmo 33, 15: «Apártate del mal y obra el bien».
Por lo tanto la virtud del hombre se pone a prueba ora en cuanto a que obre excelentemente, oraen cuanto a que se aleje del mal.
79. — En cuanto a lo primero se pone a prueba el hombre para saber si es pronto en el bien obrar, por ejemplo para ayunar o algo semejante. En efecto, grande es tu virtud si se te halla pronto para hacer el bien. Y de este modo Dios prueba a veces al hombre: no es que se le oculte la virtud del hombre, sino para que todos la conozcan y se les dé a todos un ejemplo. Así tentó Dios a Abraham, Gen 22, y a Job. Y por eso Dios envía a menudo tribulaciones a los justos, para que si pacientemente las soportan se manifieste su virtud y en ella progresen. Deut 13, 3: «El Señor vuestro Dios os tienta para que se haga patente si lo amáis o no». Así es que de esta manera tienta Dios al hombre, excitándolo al bien.
80. — En cuanto a lo segundo, se pone a prueba la virtud del hombre induciéndolo al mal. Y si él resiste en verdad, y no consiente, entonces es grande su virtud; más si el hombre sucumbe a la tentación, entonces no existe tal virtud.
Más de este modo nadie es tentado por Dios; porque, como dice Santiago 1, 13: «Dios no tienta a nadie para el mal»,
El hombre es tentado por su propia carne, por el Diablo y por el mundo.
81. —a) Por la carne de dos modos. Primeramente porque la carne instiga al mal: en efecto, la carne siempre busca sus deleites, a saber, los carnales, en los que frecuentemente hay pecado. Y quien se detiene en las delectaciones carnales descuida lo espiritual. Santiago 1, 14: «Cada uno es tentado por su propia concupiscencia». En segundo lugar, la carne nos tienta apartándonos del bien. Porque el espíritu, en cuanto está de su parte, siempre se deleita en los bienes espirituales; pero endureciendo al espíritu la carne lo entorpece. Sab 9, 15: «El cuerpo corruptible entorpece al alma». Rom 7, 22: «Me complazco en la Ley de Dios según el hombre interior; mas yo veo en mis miembros otra ley que resiste a la ley de mi razón y que me tiene cautivo bajo la ley del pecado que está en mis miembros».
Y esta tentación, a saber, la de la carne, es muy fuerte, porque nuestro enemigo, o sea la carne, nos está íntimamente unida. Y como dice Boecio, ninguna peste es más eficaz para hacer daño que un enemigo de casa. Por lo cual debemos estar vigilantes contra ella. Mt 26, 41:
«Vigilad y orad para que no caigáis en tentación».
82. — b) El diablo tienta de muy fuerte manera. Porque después de vencida la carne se presenta otro [enemigo], esto es, el Diablo, contra el cual nos toca una gran pelea cuerpo a cuerpo. San Pablo, Ef 6, 12: «No es nuestra pelea solamente contra la carne y la sangre, sino contra los Principados y las Potestades, contra los adalides de estas tinieblas del mundo». Por lo cual [al diablo] característicamente se le llama el tentador. 1 Tes 3, 5:
«No fuera a ser que el tentador os hubiera tentado».
Pero en sus tentaciones procede con suma astucia. En efecto, tal como un hábil general que asedia una fortaleza, considera los puntos débiles de aquel a quien quiere atacar, y lo tienta por la parte en que el hombres es más débil. Y por eso lo tienta en aquellos vicios a los que, vencida ya la carne, más inclinados están los hombres, como son la ira, la soberbia y otros vicios espirituales. I Pedro 5, 8: «Vuestro adversario, el diablo, como león rugiente, anda rondando buscando a quién devorar».
83. — Cuando tienta, el diablo hace dos cosas: porque de inmediato no le propone al que tienta un mal manifiesto sino algo que tenga apariencia de bien, para al menos de esa manera al principio mismo apartarlo un poco de su principal propósito, pues luego más fácilmente lo inducirá a pecar, por poco que lo haya apartado. San Pablo en 2 Cor 11, 14: «El mismo Satanás se transforma en ángel de luz».
Después de haber llevado al hombre a pecar, lo sujeta de tal manera que no le permite levantarse del pecado. Job 40, 12: «Los nervios de sus testículos son entrelazados». Así es que el demonio hace dos cosas: porque engaña, y al engañado lo retiene en el pecado.
84. — También el mundo tienta de dos maneras. Primeramente por el demasiado e inmoderado afán de las cosas temporales. Dice el Apóstol en 1 Tim 6, 10: «Una raíz de todos los males es el amor del dinero».
En segundo lugar amedrentándonos por medio de los perseguidores y tiranos. Job 37, 19: «En cuanto a nosotros, estamos envueltos en tinieblas». 2 Tim 3,12: «Todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús, padecerán persecución».Mt 10, 28: «No temáis a los que matan el cuerpo».
85. — De esta manera, pues, es claro qué es la tentación, y cómo es tentado el hombre y por quién.
C) Veamos ahora cómo es liberado el hombre. Acerca de esto debemos saber que Cristo nos enseña a pedir no que no seamos tentados sino que no caigamos en la tentación. Porque si el hombre vence la tentación merece la corona; por lo cual dice Santiago 1,2: «Considerad como un gran gozo, hermanos, el encontrarse en medio de toda clase de pruebas». Eccli 2, 1: «Hijo, en entrando al servicio de Dios… prepara tu alma para la tentación». También Santiago 1,12: «Bienaventurado el hombre que soporta la tentación: después que fuere probado recibirá la corona de la vida». Y por eso enseña a pedir que no caigamos en la tentación por consentimiento. 1 Cor 10, 13: «No sufriréis tentación que exceda lo humano». Porque el ser tentado es propio del hombre, pero el consentir es diabólico.
86. — Pero ¿acaso Dios induce al mal, pues se le dice: «No nos induzcas en tentación»?
Respondo que se dice que Dios induce al mal permitiéndolo, esto es, por cuanto por los muchos pecados le sustrae su gracia al hombre, y quitada ésta cae el hombre en pecado por lo cual cantamos en el Salmo 70, 9: «Cuando me faltaren las fuerzas no me abandones (Señor)». Pero gracias al fervor de la caridad Dios rige al hombre para que no caiga en la tentación, porque la caridad, por corta que sea, puede resistir a cualquier pecado. Cant 8, 7: «Las muchas aguas no pudieron extinguir la caridad».
[Nos rige] asimismo por la luz del entendimiento, con la cual nos instruye sobre lo que debemos hacer: porque, como dice el Filósofo, todo pecador es ignorante. Salmo 31, 8: «Entendimiento te daré y te instruiré». Y esto lo pedía David, quien decía —Salmo 12, 4-5—: «Alumbra mis ojos, a fin de que jamás duerma yo el sueño de la muerte; que no diga alguna vez mi enemigo: triunfé sobre él».
87. — Más esto lo alcanzamos por el don de inteligencia. Y porque no consintiendo en la tentación conservamos limpio el corazón, acerca de lo cual dice San Mateo 5, 8: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios»; de modo que así llegaremos a ver a Dios, a lo cual nos conduzca El mismo.
SÉPTIMA PETICIÓN:
MAS LÍBRANOS DEL MAL. AMEN.
88. — Arriba nos enseñó el Señor a pedir el perdón de los pecados y cómo podemos evitar las tentaciones. Aquí nos enseña a pedir el ser preservados del mal.
Y esta petición es general contra todos los males: a saber, pecados, enfermedades y aflicciones, como dice San Agustín.
Pero como ya hablamos del pecado y de las tentaciones, nos resta hablar de los otros males, a saber, de todas las adversidades y aflicciones de este mundo, de las cuales Dios nos libra de cuatro maneras.
89. — Primeramente [hace] que no se presente la aflicción. Pero esto ocurre raramente, porque en este mundo los Santos son afligidos, pues, como se dice en 2 Tim 3, 12: «Todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución». Sin embargo, Dios le concede alguna vez a alguien él no ser afligido por el mal; ciertamente cuando lo sabe falto de fuerzas y que no podrá resistir; así como el médico no le da medicinas fuertes al enfermo débil. Apoc 3, 8: «He aquí que puse ante ti abierta una puerta, que nadie podrá cerrar, en atención a tu falta de vigor».
Más en la Patria esto será [la ley] general, pues allí nadie será afligido. Job 5, 19: «En las seis tribulaciones», a saber, de la presente vida, que se articula por sus seis edades, «te libertará; y a la séptima no te alcanzará el mal». Apoc 7, 16: «Ya no tendrán hambre ni sed».
90. — En segundo lugar, Dios nos libra [del mal] consolándonos en las aflicciones. Porque si Dios no consolase al hombre, no podría éste subsistir, 2 Cor 1, 8: «Fuimos abrumados desmedidamente sobre nuestras fuerzas»; y 2 Cor 7, 6: «Pero Dios, que consuela a los humildes, nos ha consolado». Salmo 93: «A proporción de la multitud de los dolores de mi corazón, tus consuelos alegraron mi alma».
91. — En tercer lugar, porque Dios les hace tantos beneficios a los afligidos, que éstos dan al olvido sus males. Tob 3, 22: «Después de la tempestad, produces la bonanza». Así, por lo tanto, no son de temer las aflicciones y tribulaciones de este mundo, porque son fácilmente soportables, tanto por la consolación que traen consigo como por su brevedad. Dice el Apóstol en 2 Cor 4, 17: «Lo que al presente son nuestras breves y ligeras aflicciones nos producen, sobre toda medida, un ponderoso caudal de gloria eterna; porque por ellas llegamos a la vida eterna.
92. — En cuarto lugar porque la tentación y la tribulación conviértanse en bien: por lo cual no se dice «líbranos» de la tribulación, sino «del mal»; porque las tribulaciones son para corona de los Santos; y por eso se glorían de las tribulaciones. Dice San Pablo, Rom 5, 3: «No sólo, sino que nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra la paciencia». Tob. 3, 13: «En el tiempo de la tribulación perdonas los pecados».
Así es que Dios libera al hombre del mal y de las tribulaciones, convirtiéndolos en bien, lo cual es señal de una sabiduría consumada, pues pertenece al sabio ordenar el mal al bien; y esto lo hace El mediante la paciencia que se tenga en las tribulaciones. Ciertamente las demás virtudes se sirven de los bienes, pero la paciencia se sirve de los males; y por eso sólo en los males, esto es, en las adversidades, es necesaria: Prov 19, 11:
«La ciencia de un hombre se conoce por su paciencia».
93. — Por lo cual el Espíritu Santo hace que pidamos el don de sabiduría, y por este don llegamos a la bienaventuranza a la que nos ordena la paz, porque por la paciencia tenemos paz lo mismo en tiempo próspero que en el adverso: y por eso los pacíficos son llamados hijos de Dios: son semejantes a Dios, porque así como a Dios nada lo puede dañar, tampoco a ellos, ni las cosas prósperas ni las adversas; y por eso: «bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5, 9).
94. — La palabra Amén es la reafirmación general de todas las peticiones.
EXPLICACIÓN ABREVIADA DE TODO EL PADRENUESTRO
95. — Para explicarla brevemente, se debe saber que en la oración dominical se contienen todas las cosas que se han de desear y todas las cosas de las que hemos de huir.
Ahora bien, entre todas las cosas deseables, lo que más se desea es lo que más se ama, y esto es Dios, y por eso primeramente pides la gloria de Dios cuando dices:
«Santificado sea tu nombre».
Y de Dios son de esperar tres cosas para ti mismo. La primera es que alcances la vida eterna; y esto lo pides cuando dices: «Venga a nos tu reino«. La segunda es que cumplas la voluntad de Dios y su justicia; y esto lo pides cuando dices: «Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo«. La tercera es que tengas las cosas necesarias para la vida; y esto lo pides cuando dices: «El pan nuestro de cada día dánosle hoy«. Y de estas tres cosas habla el Señor en Mateo 6, 33: «Buscad primero el reino de Dios», en cuanto a lo primero; «y su justicia», en cuanto a lo segundo; «y todo lo demás se os dará por añadidura», en cuanto a lo tercero.
96. — Ahora bien, las cosas que se han de evitar y de las que se debe huir son las contrarias al bien. Y el bien es lo que primeramente se ha de desear, y es cuádruple, como ya se dijo.
Y primeramente es la gloria de Dios, y a ésta ningún mal le es contrario. Job 35, 6: «Si pecas, ¿en qué lo dañarás?. . . si obrares bien ¿qué es lo que le das?».En efecto, la gloria de Dios resulta tanto del mal, en cuanto castigo, como del bien, en cuanto remunera.
El segundo bien es la vida eterna. Y a ella se opone el pecado porque ella se pierde por el pecado; y por eso, para rechazarlo decimos: «Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores«.
El tercer bien es la justicia y las buenas obras y a éste se oponen las tentaciones, porque las tentaciones nos impiden cumplir el bien; y para apartarlas pedimos:
«Y no nos dejes caer en tentación«.
El cuarto bien son las cosas que nos son necesarias; y a éste se oponen las adversidades y las tribulaciones; y para apartarlas pedimos: «Mas líbranos del mal«. «Amén».
EL AVE MARÍA
Anunciación de la Virgen María (Luca Giordano , 1672)
PROLOGO
1. — En esta salutación se contienen tres cosas.
Una parte la compuso el Ángel, a saber: «Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo, bendita tú entre las mujeres».
Otra parte la compuso Isabel, la madre de Juan
Bautista, a saber: «Bendito el fruto de tu vientre».
La tercera parte la agregó la Iglesia, a saber: «María», porque el Ángel no dijo «Ave, María», sino «Ave, llena de gracia».
Y este nombre, a saber, «María» cuadra por su significado con las palabras del Ángel, como será manifiesto.
«DIOS TE SALVE» O «YO TE SALUDO»
2. — Acerca de lo primero hemos de considerar que en la antigüedad era algo muy notable que los Ángeles se les aparecieran a los hombres; y los hombres consideraban que era un honor inestimable el mostrarles su veneración. Por lo cual la Escritura alaba a Abraham por haber recibido en hospedaje a los Ángeles y por haberles mostrado veneración. Ahora bien, cosa nunca oída era que el Ángel se inclinara ante un hombre sino después de que saludó a la Santísima Virgen diciéndole reverentemente «Dios te salve».
3. — Que antiguamente no reverenciara el Ángel al hombre, sino el hombre al Ángel se debía a que el Ángel era superior al hombre; y esto en cuanto a tres cosas:
Primeramente en cuanto a la dignidad, por ser el Ángel de naturaleza espiritual. Salmo 103, 4: «A sus ángeles los hizo espíritus»; mas el hombre es de naturaleza corruptible, por lo cual decía Abraham: «Yo que soy polvo y ceniza hablaré a mi Señor». Por lo tanto no era correcto que una criatura espiritual e incorruptible le rindiera homenaje a una corruptible, o sea, al hombre.
En segundo lugar en cuanto a la familiaridad con Dios. Porque el Ángel era un familiar de Dios, pues le asistía. Dan 7, 10: «Millares de millares le servían y le asistían diez millares de centenas de millares».
Y el hombre es como un extraño y está alejado de Dios por el pecado. Salmo 54, 8: «Me alejé huyendo». Por lo cual lo conveniente es que el hombre reverencie al Ángel, como cercano y familiar del Rey.
En tercer lugar su preeminencia se debía a la plenitud del esplendor de su gracia divina: en efecto, los Ángeles participan con suma plenitud en la luz divina misma. Job 25, 3: «¿Pueden contarse sus soldados y sobre alguno no se levanta su luz?». Y por eso siempre aparecen esplendorosos.
Más los hombres ciertamente participan de esa misma luz de la gracia, pero poco, y con cierta oscuridad.
4. — Así pues, no era conveniente que el Ángel rindiera homenaje al hombre, hasta que se hallara en la naturaleza humana alguien que en las dichas tres cosas excediera a los Ángeles. Y esa criatura humana fue la Santísima Virgen María. Y por eso, para indicar que en esas tres cosas lo aventajaba, quiso el Ángel rendirle su reverencia con estas palabras: «Dios te salve» [o «Yo te saludo»].
LLENA DE GRACIA
5. — a) Así es que la Santísima Virgen aventaja a los Ángeles en esas tres cosas.
Y primeramente en la plenitud de la gracia, que es mayor en la Santísima Virgen que en cualquier Ángel; y por eso, para indicar tal cosa, el Ángel le rindió pleitesía diciéndole «llena de gracia», como si le dijera: te rindo homenaje porque me excedes en plenitud de gracia.
6. — Ahora bien, se dice que la Santísima Virgen es la llena de gracia en cuanto a tres cosas.
Primeramente en cuanto al alma, en la que poseyó toda plenitud de gracia. Porque la gracia de Dios se da para dos cosas: a saber, para hacer el bien y para evitar el mal; y en cuanto a estas dos cosas la Santísima Virgen poseyó una gracia perfectísima. Porque Ella evitó todo pecado mejor que cualquier otro santo, tras de Cristo. En efecto, el pecado es u original, y de éste fue librada desde el útero por la Inmaculada Concepción o mortal o venial, y de éstos fue librada. Por lo cual dice el Cantar de los Cantares 4, 7: «Toda hermosa eres, amiga mía, y no hay mancha en ti».
Dice San Agustín en su libro De la Naturaleza y de la Gracia: «Exceptuando a la Santa Virgen María, si todos los Santos y Santas cuando vivían aquí [en la tierra] hubiesen sido interrogados si estaban exentos de pecado, todos hubiesen proclamado al unísono: «Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañaríamos a nosotros mismos y no nos asistiría la verdad.» Exceptuada, digo, esta Santa Virgen, acerca de la cual, por el honor debido a Nuestro Señor, cuando de pecados se trata no quiero mover absolutamente ninguna cuestión. En efecto, sabemos que le fue conferida más gracia para vencer por todos sus flancos al pecado, a Ella, que mereció concebir y dar a luz al que nos consta que no tuvo pecado alguno».
7. — También cumplió Ella las obras de todas las virtudes, y los demás Santos alguna particular: porque uno fue humilde, otro fue casto, un tercero misericordioso; y por eso se les presenta como ejemplo de virtudes particulares, como a San Nicolás como modelo de la misericordia. Pero a la Santísima Virgen como modelo de todas las virtudes; pues es Ella el modelo de la humildad:
Luc 1, 38: «He aquí a la esclava del Señor»; y luego 1, 48:
«Ha puesto los ojos en la humildad de su esclava»; de la castidad: «pues no conozco varón» (Luc 1, 34); y de todas las virtudes, como consta plenamente. Así es que la Santísima Virgen es la llena de gracia tanto en cuanto a hacer el bien como en cuanto a evitar el mal.
8. — En segundo lugar fue la llena de gracia en cuanto a la redundancia [de la gracia] de su alma sobre su carne o cuerpo. Porque gran cosa es en los Santos el poseer la gracia suficiente para la santificación del alma; pero fue tal su plenitud en el alma de la Santísima Virgen que de ella redundó la gracia en su carne para que de esta misma concibiera al Hijo de Dios. Por lo cual dice Hugo de San Víctor: «Porque el amor del Espíritu Santo ardía en el corazón de la Virgen de manera singular, por lo que operaba en su carne maravillas para que de ella naciera el Dios Hombre» Luc 1, 35: «El Santo que nacerá de ti será llamado el Hijo de Dios».
9. — En tercer lugar por su redundancia en todos los hombres. En efecto, cosa grande es en cualquier Santo que posea tanta gracia que sea suficiente para la salvación de muchos; pero lo máximo sería que poseyeran tanta gracia que fuera suficiente para la salvación de todos los hombres: y esto es lo que ocurre en Cristo y en la Santísima Virgen. Porque en todo peligro puedes obtener la salvación gracias a esta gloriosa Virgen. Por lo que dice el Cantar de los Cantares 4, 4: «Mil escudos (o sea remedios contra los peligros) penden de ella». Asimismo en todo acto de virtud la puedes tener como auxilio, por lo cual dice Ella misma, Eccli 24, 25: «En mí está toda esperanza de vida y de virtud».
MARÍA
l0. — Por lo tanto, tan llena es de gracia que excede a los Ángeles en la plenitud de la gracia y por lo mismo justamente se llama María, que quiere decir «iluminada interiormente»; por lo cual dice Isaías 58, 11: “Llenará tu alma de sus esplendores”; y [también quiere decir] «iluminadora de los demás», en cuanto a todo el universo, por lo cual se le compara con el sol y la luna.
EL SEÑOR ES CONTIGO
11. — 6) En segundo lugar aventaja a los Ángeles en su intimidad con Dios. Por lo cual dijo el Ángel reconociéndola: «El Señor es contigo»; como si le dijera: te rindo homenaje por tu mayor familiaridad con Dios que la mía, puesto que «el Señor es contigo».
El Señor —le dijo—, el Padre con su Hijo: lo que no poseyó ningún Ángel ni ninguna otra criatura. Luc 1, 35: «El que ha de nacer de ti será Santo, y será llamado Hijo de Dios».
El Señor Hijo en el seno [de María]. Isaías 12, 6: “Alégrate sobremanera y prorrumpe en alabanzas, casa de Sión, que grande es en medio de ti el Santo de Israel.” El Señor está con la Santísima Virgen de manera distinta que con el Ángel; porque con Ella está como Hijo, y con el Ángel como Señor.
El Espíritu Santo [está en María] como en un templo, por lo cual la llamamos «Templo del Señor, Santuario del
Espíritu Santo», porque concibió del Espíritu Santo: Luc 1, 35: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti».
Así es que mayor intimidad con Dios tiene la Santísima Virgen que el Ángel. Y por eso se canta de Ella: «Vos sois el digno Trono de toda la Trinidad».
Así es que estas palabras «El Señor es contigo» son las más nobles que se le podían haber dicho.
MARÍA
12. — Con razón, pues, reverencia el Ángel a la Santísima Virgen, por ser la Madre del Señor, por lo cual es la Señora. De modo que le conviene a Ella el nombre de María, que en lengua siríaca significa «Soberana».
13. — c) En tercer lugar aventaja Ella a los Ángeles en cuanto a pureza: porque la Santísima Virgen no sólo era pura en sí misma, sino que también procuró la pureza en los demás. En efecto, fue purísima tanto en cuanto a todo pecado, porque no incurrió ni en el pecado mortal ni en el venial, como también en cuanto a la pena.
BENDITA TÚ ENTRE LAS MUJERES
14. — En efecto, tres maldiciones se les echaron a los hombres a causa del pecado.
La primera se le echó a la mujer, a saber, que concebiría fruto de su seno con corrupción [del pecado original], con molestias lo llevaría [en la gestación] y con dolor lo pariría.
Pero a [todo] esto fue inmune la Santísima Virgen: porque sin la corrupción [del pecado] concibió; con gozo lo llevó [en su seno] y con alegría suma lo dio a luz. Isaías 35, 2: «Germinará un renuevo llena de alborozo y entonando alabanzas».
15. — La segunda se le echó al hombre: que con el sudor de su rostro comería su pan. De esto fue inmune la Santísima Virgen: porque, como dice el Apóstol, 1 Cor 7,
32-34, «las vírgenes están desligadas de los cuidados de este mundo, y en solo Dios se ocupan».
16. — La tercera fue común a los varones y a las mujeres: a saber, que al polvo volverían. Y de esto fue exenta la Santísima Virgen, porque con su cuerpo fue asunta al cielo. En efecto, creemos en el Dogma de la Asunción, que habiendo muerto (dormición de la Virgen María, el 13 de agosto) fue resucitada y llevada al cielo. Salmo 131, 8: «Levántate, Señor, para el lugar de tu reposo, tú y el arca de tu santidad».
MARÍA
17. — Por lo tanto, Ella fue exenta de toda maldición, y por eso «bendita entre las mujeres»: Porque Ella sola levantó la maldición, y trajo la bendición, y abrió las puertas del Paraíso; y por eso le conviene el nombre de «María», que significa «estrella de los mares»; porque así como por la estrella del mar se dirigen los navegantes al puerto, así también los cristianos se dirigen a la gloria por María.
BENDITO ES EL FRUTO DE TU VIENTRE
18. — Suele el pecador buscar en alguna cosa lo que no puede conseguir, pero que el justo lo obtiene. Prov. 13, 22: «La hacienda del pecador se guarda para el justo». Así Eva buscó un fruto, y no halló en él todo lo que deseaba; más la Virgen Santísima halló en su fruto todas las cosas que Eva deseó.
19. — Porque Eva deseó en su fruto tres cosas. Primeramente, lo que falsamente le prometió el diablo, a saber, que serían como Dioses, conocedores del bien y del mal. «Seréis [le dijo aquel mentiroso] como dioses», como dice el Génesis 3, 5. Y mintió, como mentiroso que es y padre de la mentira, porque habiendo comido el fruto, Eva no se hizo semejante a Dios, sino desemejante, pues pecando se apartó de Dios, su salvación, y por eso fue expulsada del paraíso.
En cambio, eso [la santificación] lo halló la
Santísima Virgen, y todos los cristianos, en el fruto de su vientre, pues por Cristo nos unimos y nos asemejamos a Dios. 1 Juan 3, 2: «Cuando se manifieste seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal como Él es».
20. — En segundo lugar Eva deseó en su fruto la delectación, porque éste era bueno para comerse; pero no la halló, porque inmediatamente se dio cuenta de su desnudez y sufrió. En cambio, en el fruto de la Virgen hallamos la suavidad y la salud. Juan 6, 55: «Quien come mi carne posee la vida eterna».
21. — En tercer lugar, el fruto de Eva era de hermoso aspecto; pero más hermoso es el de la Virgen, en el que los Ángeles desean detener su mirada. Salmo 44, 3: «El más hermoso de los hijos de los hombres», porque Él es el esplendor de la Gloría de su Padre.
Así es que no pudo hallar Eva en su fruto lo que tampoco ningún pecador hallará en sus pecados.
Por lo cual lo que deseemos busquémoslo en el fruto de la Virgen.
22. — Este fruto es bendecido por Dios, porque de tal manera lo llenó de toda gracia que al venir a nosotros le rinde honor a Él. Ef 1, 3: «Bendito sea Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda suerte de bendiciones espirituales”; [es bendecido] por los Ángeles: Apoc 7, 12: «Bendición y gloria y sabiduría y acción de gracias, el honor y el poder y la fuerza a Nuestro Dios»; [es bendecido] por los hombres: el Apóstol en Fil 2,11: «Toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre». Salmo 117, 26: «Bendito sea el que viene en el nombre del Señor».
Por lo tanto, así es bendita la Virgen: pero su fruto lo es todavía más.
NOTA
El «Jesús» que añadimos al «bendito es el fruto de tu vientre» procede de Urbano Pp. IV (1261-1264).
La parte final de nuestra Avemaría —Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén— fue añadida por San Pio Pp. V (1566-1572) de santa y feliz memoria (su cuerpo es incorrupto en la Basílica Patriarcal Santa María la Mayor).
Entrada extraída en su totalidad de gloriasdemaria.blogspot.com.
Un saludo.
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