«Fernando Colomer Ferrándiz (Licenciado en Teología y Doctor en Filosofía). Sacerdote de la parroquia San León Magno de Murcia y Peniteciario de la S.I. Catedral de Santa María de Murcia.» Así le presentan. Sean prudentes, es un sacerdote conciliar.
Septiembre de 2014
«Vamos a dedicar este retiro de preparación a la Navidad a uno de los puntos que Su Santidad el Papa Juan Pablo II nos propone a los cristianos para el tercer milenio. Él hace en su carta Novo Millennio Ineunte hace una lista de cosas que él dice deben de estar en todas las diócesis, en todas las iglesias locales como objetivos prioritarios. Aparte los otros objetivos prioritarios que en función de la situación de cada diócesis el obispo de cada diócesis determine pero esas cosas deben de estar dice él en toda la Iglesia.
A principios de este curso reflexionamos, dedicamos el retiro de inicio de curso a una de esas cosas que era la vocación a la santidad. Y ahora nos vamos a otra de las cosas que él dice, que es: La primacía de la Gracia.
El Papa nos pide que demos prioridad a la oración personal y comunitaria porque dice él de ese modo respetamos un principio esencial de la visión cristiana de la vida la primacía de la gracia. Vamos a dedicar este retiro a reflexionar sobre esto y quiero advertiros de que este es un punto muy muy esencial y muy muy difícil. Es difícil de comprender y más todavía de vivir claro.
Entonces yo sugiero una actitud de escucha, de acogida, lo que vamos a decir pues, en fin, en cierto modo es decir lo mismo de diferentes maneras, desde distintos ángulos… Y después dejar que eso germine dentro de uno, y el Señor hará su obra, sin duda alguna, porque ya la está haciendo. pero quiero decir que no es el tema de hoy uno de esos temas de los que uno sale diciendo “nuestro párroco ha hablado con claridad, con contundencia y esto está claro y son uno, dos, tres puntos…” No. Este un punto de esos tan esenciales que, en fin, que hay que tocarle con pinzas y que hay que escuchar, acoger, recibir, dejar que eso germine dentro.
Mirad las palabras del Señor en el Evangelio velad y orad para que no caigáis en la tentación “el espíritu está pronto pero la carne es débil” esas palabras que las dijo el Señor según san Mateo en la noche de su prendimiento y de su Pasión son palabras que conciernen a todos y que nos obligan a la vigilancia por qué nos dicen que nuestro espíritu podrá estar más o menos ferviente pero que nuestra carne siempre estará débil. Por lo tanto son palabras que nos ponen el dedo en una llaga para decirnos que siempre habrá en nosotros una falta de armonía. Y una falta de armonía tan grande que es una verdadera lucha.
El Señor nos advierte de que viviremos siempre escindidos entre el fervor y la debilidad. Eso quiere decir que viviremos siempre mientras estemos aquí en la tierra sometidos a la tentación, y quién es una ilusión creerse convertido de una vez para siempre. Esta es la cuestión. Estás palabras del Señor en el fondo nos dicen que el pecado, la conversión y la gracia no son tres etapas consecutivas; ojalá fuera así, sino que es algo que siempre está como entremezclado, como superpuesto, como cruzándose continuamente. Nunca estamos del todo en una cosa o en otra. Siempre de algún modo estamos en las tres a la vez: en el pecado, en la conversión de ese pecado y en la gracia.
Antes de la muerte nunca decimos adiós del todo a ninguna de las tres. Seguimos siendo pecadores, estamos siempre convirtiéndonos, y en esta conversión somos continuamente santificados por el Espíritu Santo. Siempre seguimos siendo pecadores, pero pecadores perdonados, pecadores en perdón, pecadores en conversión . Por eso el tema de hoy es incómodo porque es tocar este punto y este punto es una llaga. A todos nos gustaría que las cosas no fueran así. Nos gustaría poder decir hasta los 40 años o los 50 o los que fueran yo viví en el pecado pero a partir de ahí me convertí y ya pasé la página por completo, y por desgracia eso no es así. Qué es convertirse.
Convertirse es volver a empezar. Así lo decía San Antonio el Grande el patriarca y el padre de todos los monjes. É lo decía de una manera lapidaria con esta frase “ cada mañana me digo hoy empiezo”. El padre de todos los monjes en la Iglesia, el primero de los Padres del Desierto el gran San Antonio. Pues San Antonio decía eso. Cada mañana me “digo hoy empiezo”. Y al abad Poimen, que se considera el segundo en grandeza dentro de los Padres del Desierto, el más ilustre después de San Antonio, cuando le felicitaban en su lecho de muerte por haber vivido una vida feliz y virtuosa y por poderse presentar totalmente confiado ante Dios dijo: “debo empezar todavía. Apenas he empezado a convertirme”. Y le daba tanta pena que lloraba, se estaba muriendo,y lloraba porque decía él: “apenas he empezado a convertirme”.
Estar en conversión es abandonar toda pretensión de autojustificación. Es reconocer nuestro pecado y abrirnos a la gracia de Dios. Es renunciar a los títulos y derechos en relación al amor de Dios. O sea entrar en conversión es estar convencido de que no tengo ningún derecho frente a Dios Es acordarse de las palabras que dijo Jesús “también de estas piedras puede suscitar Dios hijos de Abraham” y por lo tanto comprender que no tengo ningún título delante de Dios. Ningún título, ningún derecho ante Él. Y aceptar que solo la gracia importa que lo único que importa es que él me mire con benevolencia porque yo no podré nunca exigirle nada a Él.
Y esto es muy fuerte, porque esto significa una desposesión total de derechos frente a Dios. Esto significa vivir por completo a la merced de su gracia, entregado a su beneplácito, a lo que Él quiera de mí y para mi. Y claro a nosotros nos gustaría poder estar ante Él pero con algún titulito como diciéndole, “Señor, esto lo he hecho y me tienes que dar en consecuencia”. Y justamente el desafío del cristianismo es que no tenemos ningún derecho frente a Dios. Ese es la desposesión total, ese es el estar a la merced de su gracia.
En este sentido conviene recordar que el equivalente de la palabra griega virtud, “areté”, no aparece en los labios de Jesús. Jesús no habló nunca de virtudes. Es curioso de esto , ¿eh? No habló de virtudes. No llamó a los hombres a la virtud, los llamó a la santidad. Pero claro porque digo lo de ‘no llamo a la virtud’, porque parece que cuando uno adquiere una virtud pues es algo que ha querido, algo que él tiene. Pero el Señor no llamó a los hombres a la virtud sino a la santidad. Y además diciendo muy claramente que sólo Dios es santo y que por lo tanto la santidad a la que nos llama es una participación en la santidad divina, por lo tanto es una gracia, es un regalo de Dios.
Después ciertamente los autores Espirituales han hablado mucho de virtudes porque se han imaginado la vida pues como una serie de etapas y de esfuerzos, un camino en el que se van quemando etapas y tienes… Normal que los pensadores piensen de esa manera pero el hecho es que el Señor no invitó a la virtud sino a la santidad. Porque la idea de virtud es como que yo tengo algo y que sea algo tiene una consistencia frente a Dios. Es como si Dios al encontrar a un hombre virtuoso se tuviera que quitar el sombrero diciendo “qué hombre más virtuoso”. Pero claro, Dios no se tiene que quitar el sombrero delante de nadie porque solo Él es santo, y nuestra santidad (lo veíamos en el retiro al inicio del curso) es sólo una participación, un regalo que Él nos da en su propio ser, en su propia vida.
El hombre virtuoso equivale al fariseo de la parábola del fariseo y el publicano es el hombre que se sitúa delante de Dios diciendo “yo he hecho esto y lo otro y, en fin, es normal que Tú me lo reconozcas”. En cambio el publicano encarna la figura del verdadero cristiano porque el verdadero cristiano sabe que no tiene ningún mérito delante de Dios y porque el verdadero cristiano sabe que lo único que le puede ofrecer a Dios es el arrepentimiento y la conversión.
Pero la conversión significa coger la propia pobreza el propio pecado y ponerlo delante de Dios. Por eso es tan importante confesarse, porque cuando nos confesamos hacemos eso. Cogemos nuestro pecado y lo ponemos delante de Dio. Es una manera de reconocer que nosotros no podemos arreglar eso. Eso lo único que se puede hacer es ponerlo delante de la misericordia del Señor para que Él actúe.
Si Cristo no nos llamó a la virtud sino a la santidad, pues eso significa que cualquier ascesis que no termine en el quebrantamiento del corazón, cristianamente hablando, no tiene ningún valor. Es más, una ascesis que no termine en el quebrantamiento del corazón lo único que hace es alejarnos de Dios porque nos hace más orgullosos. Yo he conocido esa realidad en unas reuniones; que por cierto, celebrábamos aquí en la parroquia cuando era párroco Don Diego; entre cristianos y gnósticos.
Eran unas reuniones de diálogo entre unos y otros. Y yo me acuerdo que muchas veces los gnósticos nos reprochaban a los cristianos, que nos decían “pero hombre, si no sois capaces ni de dejar de fumar, si no sois capaces ni de hacer un ayuno serio, si no sois…” porque los gnósticos hacen unos ejercicios ascéticos que te mueres. Son capaces de hacer ayunos de un mes de duración, en fin, y con una…; ellos nos miraban como por encima del hombro y lo decían a la cara diciendo “pero si no sois capaces ni de dejar de fumar y vais a decir que…” Pues eso revela, es un ejemplo de lo que estoy diciendo. Una ascesis que aleja de Dios porque implanta al hombre en el orgullo. “He sido capaz de hacer eso”, “he sido capaz de controlar mis impulsos”, “he sido capaz de”. Esa ascesis, cristianemente hablando, no vale nada. Y además es contraproducente por esto, porque sumerge al hombre en el orgullo.
Siempre habrá un espacio infranqueable entre el esfuerzo humano, por grande, generoso y perfecto que sea y el don de la gracia concedida por Jesucristo y en Jesucristo de manera totalmente gratuíta. Siempre habrá un abismo. Como dice San Pablo. “Aunque entregue mi cuerpo a las llamas”, eso sería una ascesis tremenda, ¿no? “si no tengo amor de nada me vale”. Es decir, si no recibo eso que viene del cielo y que se me da gratuitamente, que es gracia, lo demás de nada me vale.
Jesús no ha venido a llamar a los justos sino a los pecadores. Y Jesús no sabe qué hacer con la virtud que pensamos tener.Porque el Señor dice “yo que hago con esto”, “yo que hago con esto de esta persona que tiene tantas virtudes, esto para qué me sirve”. Jesús busca nuestra debilidad. Porque es el único lugar donde su poder puede desplegar toda su fuerza ilimitada. Porque nuestra debilidad es el único lugar por el que estamos abiertos a la gracia. Mientras que nuestras “virtudes” entre comillas; es decir, las virtudes que pensamos tener y creemos tener nos enquistan, nos endiosan y nos cierran a la gracia. Éste es el tema.
Por ejemplo. Había un hombre muy virtuoso, Pablo de Tarso. Y era muy virtuoso de verdad. era un fariseo. Un fariseo quiere decir un hombre virtuoso, un cumplidor de la ley. Pero, al Señor no le servía así. Tuvo que tirarlo del caballo. Es decir, tuvo que romperle la imagen espejo que él tenía de sí mismo. Ese espejo en el cual Pablo se miraba y decía “yo soy un fariseo cumplidor de la Ley, celoso de la Ley, y conocedor perfecto de la Ley porque he ‘estudiao’”. Pues así. Todo eso era verdad, ¿eh? Pero así no le servía a Cristo para nada.
Y lo mismo le pasa con nosotros. Que no le servimos en nuestras, entre comillas, “virtudes”, y nos tiene que romper esa imagen, si es que la tenemos, de personas virtuosas. y esa rotura de la imagen sitúa a la persona al borde del hundimiento psicológico, al borde de la depresión, porque es muy difícil de soportar. Uno se ha pasado media vida diciendo en su interior “qué bestias”; diciéndolo de otros, claro; “nunca yo haría eso”. Y un buen día ve que él es como todos, y que él ha hecho o cosas peores de lo que había dicho o había pensado siempre que él no haría. Y eso es muy duro de soportar. Entonces esa imagen idílica de uno mismo se rompe en mil pedazos y la persona queda al borde de la depresión y del hundimiento psicológico. Pero ese momento es precioso para la gracia porque es el momento en el cual la gracia de Dios puede entrar dentro de nosotros y empezar a hacer maravillas.
Pablo, pasada esa crisis dirá “por la gracia de Dios soy lo que soy”. Pero fijaros, ‘por la gracia de Dios’. Ya no dirá “porque yo estudié en las Carmelitas, o en Jesús María, o en tal,” ¿no? “Porque yo soy de una familia, en fin,…” No, ya no dirá eso. Todo eso lo considerará basura. Dirá por la gracia de Dios soy lo que soy, o sea, porque el Señor ha tenido misericordia de mí.
Cualquier esfuerzo ascético está destinado, cristianamente hablando, a agotarse, a fracasar, a llegar a un punto cero en el que el hombre no puede ya avanzar. Ni incluso puede dar un paso más en el camino hacia Dios. Y en ese punto cero es donde llega la gracia. Pero esto quiere decir que todos debemos hacer la experiencia del límite, de la incapacidad, de la impotencia. Y que hasta que no estemos confrontados con nuestro límite, con nuestra incapacidad, con nuestra impotencia, con ese querer y no poder, y no poder, y caer derrotados. Hasta que no nos saciemos de esa miseria nuestra no estamos maduros para la gracia y Dios no puede hacer nada con nosotros.
Lo siento, sé que todo esto es duro, pero ya os lo he dicho al principio que es un punto muy delicado este de la primacía de la gracia.
Algunos no acertarán jamás a conocer la menor sombra de debilidad en sí mismos, y eso es muy grave. La vida de esas personas que no quieren reconocer ninguna debilidad en sí mismos, pues es una vida que puede parecer muy generosa, porque hacen grandes esfuerzos, pero siempre será una vida un poco rígida y forzada. Una vida situada al borde del endurecimiento y de la ceguera espiritual, y siempre al borde de juzgar a los demás y de juzgarlos con dureza. Ese no es el camino.
La santidad no se encuentra en el extremo opuesto de la tentación sino en el corazón mismo de la tentación. No nos espera la santidad más allá de nuestra debilidad sino en el interior mismo de nuestra debilidad. Quien escapa de la debilidad escapa del poder de Dios que actúa en ella. Pero claro, esto nos da mucha rabia porque yo, me gustaría ser santo y que eso fuera que ya no soy débil. Tal vez lo fui pero ya no lo soy. Ahora ya soy fuerte. Y no es así. La santidad me espera en el corazón de mi debilidad. Allí donde yo soy tentado y veo que no tengo fuerzas para resistir. Entonces caigo de rodillas y oro, y el Señor me sostiene, pero yo sé que es el Señor. No soy yo. Esa es la experiencia de la santidad. Porque si no fuera así yo tendría un título que presentarle a Dios y que exigirle un derecho. Ese es el punto.
Tenemos que aprender a permanecer en nuestra debilidad al mismo tiempo que entregados, en ella, a la misericordia de Dios. Sólo en nuestra debilidad somos vulnerables al amor de Dios y al poder de Dios. Y entonces nos podemos convertir en un milagro de la misericordia de Dios.
En este sentido para mí quien mejor vivió esto fue Pedro. Porque Pedro es un hombre en el cual la debilidad se veía y la veía todo el mundo. Cuando aquella noche le negó al Señor por tercera vez, dice San Lucas: “El Señor se volvió y miró a Pedro y recordó Pedro las palabras del Señor cuando le dijo “antes que cante hoy el gallo me habrás negado tres veces” y saliendo fuera rompió a llorar amargamente”.
La historia de Pedro es nuestra historia. Después de cada caída el Señor nos vuelve a elegir y nos da siempre un signo de su amor y de su confianza hacia nosotros. En la mañana del domingo de Resurrección Pedro estaba bajo la impresión de su cobardía y de su negación de hacía dos días. Jesús había muerto y había sido enterrado pero Pedro se sentía culpable. Lejos de seguir a Jesús hasta la muerte como lo había él prometido, no sin alguna temeridad, lo había abandonado en el momento más crítico.
Al amanecer de la mañana de Pascua se habló del sepulcro vacío. Pedro corrió con Juan para ver y constatarlo. Y era cierto, el Señor había desaparecido y nadie sabía decir quién lo había tomado o dónde se lo habían llevado. Para Pedro esto era todavía más desconcertante, hasta que de pronto él mismo escuchó esa misma voz cálida, esa misma mirada desbordante de amor, y Pedro se supo perdonado instantáneamente y para siempre. Y en el mismo momento curado de su debilidad y volviendo a encontrar su puesto precisamente a causa de esta debilidad.
Las lágrimas brotaron de nuevo y fueron lágrimas de alegría y de agradecimiento. Jesús amaba a Pedro tan intensamente que fue a buscarle en su negación, en su traición, para volverle a encontrar en profundidad. En la radiante mañana de Pascua Pedro fue el primer pecador perdonado. Y lo que el Señor hace con Pedro lo hace con cada uno de nosotros. En nuestra debilidad, en nuestro pecado, en nuestra traición ahí cuando nosotros le estamos negando a Él, Él viene a buscarnos. Y nos dice “te amo”, “te vuelvo a elegir y te reitero todo lo que te he confiado desde el primer día que te elegí.” Esta es la experiencia cristiana. Quien hace esto es cristiano. Quien no lo hace, no. Y cuantas más virtudes tenga menos cristiano es. Porque está más cogido por el orgullo. Éste es el punto.
San Juan en su Evangelio nos cuenta lo mismo pero de otra manera. Lo pone al final del Evangelio cuando el Señor le pregunta por tres veces a Pedro, ‘Simón hijo de Juan, me amas más que esto’. Recordáis todos el episodio, no hace falta que lo repita. Todos al leer ese episodio tenemos la sensación de que en ese momento Pedro ama al Señor mucho más que antes. ¿Por qué? Porque se le ha perdonado más. Y como dijo el Señor a María Magdalena, o con ocasión de María Magdalena, en aquella célebre ocasión en que ella derramó el frasco de perfume a los pies del Señor, “A quién más se le perdona más ama”. Pedro ama más al Señor porque el Señor le ha perdonado más. Y por eso le ama más. Y por eso le vuelve a confiar sus ovejas.
Quien ha podido soportar un brote de amor tan fuerte es una persona adecuada para ser testigo del amor. Es decir, quien ha podido soportar ser amado sin merecerlo. Porque esa es la experiencia que hace Pedro. Pedro sabe que no merece ser amado por Cristo porque lo ha traicionado, pero Pedro acepta la mirada y las palabras de amor de Jesús. Ya la misma noche de la Pasión y después en la Resurrección. Y sabéis, para aceptar eso hay que ser humilde. Eser es el punto.
Porque aceptas que eres amado pero sabiendo que no te lo mereces. Mientras que en nuestro interior siempre tenemos la cosita esa de decir, “hombre, es que yo tampoco estoy tan mal, ¿no?”, “pues entonces es normal que me quieran”, “porque no estoy tan mal, tengo mis cualidades”. Y ese es el punto.
Mientras no rompamos eso no estamos aptos para ser testigos del amor. Porque el amor de Dios es gratuito y la gratuidad del amor de Dios sólo se percibe cuando yo me doy cuenta de que soy amado sin ningún mérito por mi parte, sin que yo de motivos para ser amado. Cuando me doy cuenta de eso, eso es una humillación, dulce, pero humillación. Cuando entro en esa experiencia, que es la experiencia de Pedro, y la experiencia de Pablo también.
Porque vamos a ver, cuando Pablo cae del caballo y se queda ciego y es llevado allí, a Damasco, y allí está tres días ciego hasta que llega Ananías, cuando Ananías al lado de Pablo; vamos, cómo te diría yo; eso es por seguir con la broma, ¿no?. Como uno de colegio de pago a lado de uno de la escuela pública, ‘por favor, si yo he estudiao en tal colegio’. ‘Pues en el mío eras de la escuela pública’, osea, un ignorante al lado de Pablo. Amigo, pero mira. Ananías le dice “Saulo, hermano, el Señor me envía para que recobres la vista.” Y si no es por Ananías Pablo seguiría allí ciego, porque su ceguera física era la expresión de su ceguera espiritual, de la ceguera espiritual en la que vivía. Claro, a partir de ahí Pablo comprende que todo es gracia, y que lo único que cuenta es estar abierto a la gracia.
Y esto es lo que el Papa nos recuerda y dice “esto es fundamental para la Iglesia en el tercer milenio”. ¿Eh?, esto es fundamental. No olvidéis nunca la primacía de la gracia. Este es el punto.
Es mucho más confortable vivir como pecador empedernido o como justo empedernido, que como de verdad lo que somos: pecadores en conversión. La vuelta total que comporta la conversión implica que interiormente somos heridos. Somos heridos, nuestro orgullo queda herido. Implica también que nuestros cimientos se cuarteen. Porque uno se ha pasado media vida adquiriendo virtudes, ¿eh?, ha tenido unos buenos padres, han inculcado virtudes, han ido a un buen colegio, todos ahí inculcando virtudes, virtud, virtud, virtud, y después llega un momento que ve que todo eso se le rompe y encima no sirve para nada porque es incapaz, porque no puede, es impotente para vivir en la docilidad al Espìritu santo. Y eso es tremendo, eso es una experiencia muy fuerte. Tan fuerte que muchos no la soportan, y la niegan, la rehuyen.
Es el justo empedernido, por ejemplo, ¿no?, el que dice, “no no no no. Yo soy virtuoso y los demás son un atajo de pecadores”. Y se queda tan pancho. Es que no, no puede soportar eso. O el pecador empedernido. Dice “yo así no puedo estar. Para estar así teniendo que constatar continuamente mi debilidad, pues para eso me voy de la Iglesia, le doy la espalda a Dios, y vivo como un pecador de tomo y lomo y se ha acabao.” Veis, es huir del punto de encuentro con Dios. Que es un punto que pasa por el reconocimiento de mi incapacidad, mi impotencia, y de la inutilidad de mis esfuerzos. Pero al mismo tiempo, de la presencia de su gracia. Como gracia, es decir, como algo gratis que yo no merezco.
Veis, pues esa experiencia es fundamental, y cuando uno ve que su vida se cuartea, que aquello sobre lo que ha querido edificar su vida y su personalidad se hace pedazos, pues, la reacción que viene es querer recomponer esos pedazos. Y no, no hay que recomponerlos. Hay que sentarse en medio de los escombros sin amargura, sin dirigirnos reproches a nosotros mismos, y sin acusar, menos todavía, a Dios. Hay que apoyarse en esos muros en ruina llenos de esperanza y de abandono. Hay que abrir las manos y decir, “Señor, no puedo. Ten misericordia de mí.” Y ahí. en un abandono total, en una confianza ciega, en que mi Padre del cielo lo arreglará todo, él lo arreglará todo, yo no puedo.
Pero Él reconstruirá Jerusalén, esa Jerusalén que yo soy Él la reconstruirá. En el mismo momento en que el hijo perdido se reconcilia con sus escombros, con sus ruinas, está ya en su casa. Está ya junto a su Padre. Pero para eso uno se tiene que reconciliar con sus escombros, con sus límites, con su miseria, con su incapacidad, con su impotencia.
Quien vive esta reconciliación se hace pobre. Es un pobre de espíritu y es una persona alegre, abierta a la alegría porque ha descansado de sí mismo. Ya no lleva ese fardo pesado de mantener una imagen ante él mismo y de verse como una persona de bien. Ya está liberado. No le importa nada. Sólo le importa la gracia. Ese es el hombre nuevo. Por ahí empieza el hombre nuevo.
Ese hombre es el que sirve para trabajar por el reino de Dios. Porque para poder trabajar por el reino de Dios es imprescindible tener el corazón traspasado. La primera obra del Espíritu Santo es traspasarnos el corazón, romperlo. El Espíritu Santo es llamado el Padre de los pobres. Veni Pater Pauperum. Ven, oh Padre de los pobres. Y los pobres son los que tienen el corazón roto, el corazón compungido, que es lo contrario del corazón endurecido.
El reino de los cielos sólo puede entrar en nosotros si tenemos el corazón roto. Quien no tiene el corazón roto no puede ser alcanzado por la gracia. Y no tiene el corazón roto el que lo tiene endurecido. Y lo que endurece el corazón es la conciencia de la propia justicia. El convencimiento de que yo soy como hay que ser. ‘Yo soy una persona como se debe de ser’. Eso es lo que endurece el corazón. Entonces con el corazón endurecido, el corazón está cerrado y la gracia no puede entrar. Por eso el primer don del Espíritu Santo es romper eso.Romper el corazón, para que una vez hecho pedazos ya la gracia pueda entrar por todos los lados y pueda ahí, crear desde ahí, un hombre nuevo.
La experiencia del corazón quebrantado es la experiencia de los propios límites, de la propia incapacidad, no soy capaz, de la propia impotencia. No puedo. No soy capaz, no puedo vivir según la voluntad de Dios. Eso forma parte de la experiencia del corazón quebrantado y junto con eso la conciencia de que en esa impotencia, en esa incapacidad, en ese límite, se hace presente el amor de Dios perdonándome, eligiéndome y enviándome. Esa es la experiencia del corazón quebrantado. Sólo quien hace esa experiencia puede ser apóstol.
Porque sólo esa persona, cuando hace apostolado, anuncia a Jesucristo. Las personas que quieren hacer apostolado, sin esta experiencia, si haber hecho esta experiencia, no anuncian a Jesucristo, se anuncian a sí mismas. Aunque hablen mucho del señor, pero en fin. En el fondo lo que van hablando es de lo maravillosas que ellas son porque ellas son como hay que ser. Ese es el punto.
Por eso o hacemos esa experiencia, vamos, o entramos, porque no es una experiencia que se hace y ya está hecha, ¿no?, es, es nuestra morada. Nuestra morada tiene que ser esa. Hemos de morar ahí, en el corazón quebrantado. O sea, en esa experiencia de la incapacidad, de la impotencia, del límite y al mismo tiempo en la experiencia de que en ese límite nos visita la gracia de Dios que nos perdona, nos elige y nos envía. Este es el punto central al cual el santo padre nos invita a meditar y a entrar y a vivir en él.
No son nuestras virtudes las que nos hacen idóneos para el apostolado sino la experiencia de nuestra debilidad visitada por la gracia. Ese es el punto. Es decir, lo que me hace idóneo para el apostolado no son mis virtudes, sino es la experiencia de mi debilidad visitada por la gracia.
Eso es lo que hizo idóneos a Pedro y a Pablo para el apostolado. Pablo tenía muchas virtudes pero no servían de nada; mejor dicho, servían para perseguir a la Iglesia, imaginaos para qué servían las virtudes de Pablo. Para perseguir a la Iglesia, para luchar contra Dios. Porque el Señor le dijo “Pablo, es duro para ti dar coces contra el aguijón”, “Me estás persiguiendo a mí”. El Señor le dijo “Saulo, Saulo, por qué me persigues a mí”; luego las virtudes de Pablo no sirvieron para nada, hasta que Pablo hizo la experiencia de su debilidad visitada por la gracia. A partir de ahí sí. Porque a partir de que uno mora en el corazón quebrantado, cuanto más virtudes tengas mejor. Pero si mora en el corazón quebrantado. Pero si no mora ahí, cuantas menos tenga mejor porque mira, ¿eh?
Que es la ventaja de las prostitutas. La ventaja de las prostitutas es que su pecado es tan evidente que las pobres lo ven. Porque eso lo ve un ciego. Digo las prostitutas de toda la vida, no estas modernas de ahora que, en fin, que al parecer no cobran, porque ese es otro asunto, ¿no? eso ya estamos en la ceguera espiritual. Pero las prostitutas de toda la vida, las de ir y pagar, pues hombre, esas pobres hijas es tan evidente su pecado para ellas mismas que eso abre una posibilidad para la gracia, porque están confrontadas a su límite, a su debilidad. ¿Eh? Ese es el punto.
La ruptura del corazón ocurre en el momento en que al mismo tiempo se pierden las ilusiones y se acoge la esperanza. Fijaos qué frase más bonita, no es mía, por eso la he cogido. “El momento en que se pierden las ilusiones y se acoge la esperanza. Yo ya he perdido la ilusión de que yo seré una persona como hay que ser.” No, tengo ya 54 años y veo que no salgo de la adolescencia y esto no hay quien lo arregle y que tal… Ya no tengo ilusiones, pero estoy abierto a la esperanza. Ya no tengo ilusiones quiere decir, ya no creo en mí, no me hago ilusiones sobre lo que la mata que yo soy va a dar de sí. Ya sé lo que da la mata. Ya poquito y malo. Ya no tengo ilusiones pero estoy abierto a la esperanza. Porque constato que en esa debilidad mía el Señor me visita, me ama, me perdona, me elige sorprendentemente, y me envía. Ese es el hombre nuevo. El hombre que ya no se hace ilusiones sobre sí mismo pero está lleno de esperanza, porque la esperanza no nace de mí mismo, de que me veo a mi mismo y digo ‘ya por fin he superado esto, venga, ya está, ya’. No hombre no, la esperanza no nace de eso. La esperanza nace de la experiencia del amor gratuito del señor que me quiere tanto que me visita siempre en mi debilidad. Perdonándome, eligiéndome, enviándome. Este es el punto.
Esto por ejemplo pues veis, Santa Teresita lo entendió de maravilla y por eso escribió “mi virtud eres tú”, refiriéndose a Jesús. O sea, yo no tengo ninguna virtud. Mi virtud eres tú. Santa Teresita no se hizo ninguna ilusión sobre sí misma. Fue confrontada a su debilidad. Experimentó su debilidad por activa y por pasiva, pero experimentó en esa debilidad el amor del Señor. Comprendió que nunca tendría ella ningún mérito. Y no le importó. Dijo, “mi virtud y mi mérito eres tú Jesús. Yo descanso en ti. Yo acepto ser amada por ti.” Este es el punto.
Si entramos en esta experiencia somos cristianos. Si no no. Por eso este es un punto tan delicado y tan nuclear.
Cada uno de nosotros recorre, recibe una gracia personal muy precisa. Y la gracia de uno no nos enseña nada sobre la gracia de otro. Lo que uno recibe no tiene que ser necesariamente imitado por otro a no ser que la gracia lo llame también a ello. Cada uno de nosotros tiene una medida dada por Dios, y no sirve de nada querer superar la medida que uno ha recibido. Tampoco es bueno quedarse por debajo de esa medida, lo cual por cierto sucede muchas veces.
El problema fundamental es el discernimiento de espíritus. Es decir, darse cuenta de cuál es la gracia que Dios me da a mi. Y para eso es muy útil tener un padre espiritual. Alguien que sea capaz de percibir alguna huella de la gracia en mí y que me ayude a descubrir esa huella de la gracia y a vivirla, a dialogar con ella. Lo más importante en la ascesis es saber a qué me llama la gracia en cada momento, y hacer eso, solo eso. Si la gracia me llama al ayuno debo de ayunar. Si la gracia me llama al descanso, debo de descansar. Si la gracia me llama al sacrificio, debo de sacrificarme. Si la gracia me llama a que me relaje, a que me distienda, debo de distenderme. No hay más ley que esa. Me refiero más ley correcta. Vivir a la merced de la gracia de Dios. Vivir atentos a lo que el Espíritu santo sugiere en lo profundo de nuestro corazón en cada momento de la vida y ajustarnos a eso y sólo a eso.
Por lo tanto no ser de piñón fijo. ¿Eh? Piñón fijo. Esas personas que todos los días tienen que hacer 5 sacrificios, 4 momentos de oración, etc,… Si la gracia te llama, hazlo. Pero si el Espíritu Santo varía el ritmo debes de variar el ritmo. Porque no se trata que tú te venzas a ti mismo, uy, cuánto orgullo que hay esas palabras ¿eh?. ‘Yo me venzo a mí mismo’, caray. No se trata de eso, se trata de ser dócil al Espíritu Santo, todo lo demás no sirve para nada. Si acaso sirve para alimentar el orgullo y por lo tanto para separarnos de Dios.
De esta ascesis de pobreza surge cada día un hombre nuevo. Todo paz, benevolencia y dulzura. Es un hombre que está marcado para siempre por el arrepentimiento. Pero un arrepentimiento lleno de alegría y de amor. Que aflora por todas partes y siempre, y permanece en segundo plano en su búsqueda de Dios. Este hombre ha alcanzado ya una paz profunda, porque ha sido quebrantado y reedificado en todo su ser por pura gracia. Apenas se reconoce a sí mismo. Es diferente. En el mismo instante en que tocó el abismo profundo del pecado, en ese mismo instante, fue precipitado al abismo de la misericordia. Ha aprendido a entregar las armas ante Dios, a no defenderse ante Él. Está despojado y sin defensa. Ha renunciado a la justicia personal y no tiene proyectos de santidad. Proyectos, es decir, algo que nace de él, no. Tiene llamada de otro que le llama a la santidad pero no proyecto, ¿eh?, que es algo que nace de uno. Sus manos o están vacías o sólo conservan su miseria que se atreve a exponer ante la misericordia. Es feliz y agradecido porque es débil. No busca su propia perfección. Sabe, como dice el profeta Isaías, que todos somos como impuros, como paño inmundo son todas nuestras obras justas ante Ti. Su justicia la tiene en Dios. No le quedan más que sus heridas cuidadas y curadas por la misericordia. Ya sólo sabe dar gracias y alabar a Dios que realiza en él sus maravillas.
Para sus hermanos y prójimos se ha convertido en un amigo benevolente y dulce que comprende sus debilidades. No tiene ya confianza en sí mismo, sino sólo en Dios. Vive totalmente invadido por el amor de Dios y por su omnipotencia. Por eso es pobre también, pobre de espíritu y cercano a todos los pobres y a cualquier forma de pobreza espiritual y corporal. Es el primer pecador. Así lo piensa él. Pero pecador perdonado.
Por eso sabe abrirse como a un igual y a un hermano a todos los pecadores del mundo. Se siente cercano a ellos porque no se cree mejor que los demás. Su oración preferida es la del publicano “señor Jesús, ten piedad de mí que soy un pobre pecador.”
Que el señor nos conceda entrar en este estado y permanecer siempre en él.
En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
Amén.»
«Don Fernando Colomer Ferrándiz (Licenciado en Teología y Doctor en Filosofía). Sacerdote de la parroquia San León Magno de Murcia y Peniteciario de la S.I. Catedral de Santa María de Murcia.»… Así le presentan, con ‘Don‘ y no con ‘Padre‘. Esto es pura iglesia conciliar, o lo que es lo mismo, masonería infiltrada.
Además del trato que le dan, Fernando Colomer Ferrándiz forma parte de la iglesia conciliar, por lo que tengan mucha prudencia con sus palabras.
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Un saludo. Cuídense mucho.
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