Del Libro de Gomorra. Condenas contra la sodomía según San Pedro Damián y Santa Catalina de Siena.

6 de febrero de 2021

Febrero 24, 2019. By Redacción. (Artículo extraído de forocatolico.wordpress.com).

La destrucción de Sodoma y Gomorra a causa del pecado contra Dios y contra natura.

Dios a Santa Catalina de Siena:

«Ese pecado desagrada a los mismos demonios, a los que esos desgraciados han hecho sus señores. Tan abominable me es ese pecado contra la naturaleza, que sólo por él se hundieron cinco ciudades como resultado de mi juicio, al no querer mi divina justicia sufrirlas más; que tanto me desagradó ese abominable pecado”.

San Pedro Damián

[Del Liber Gomorrhianus. Traducción: El brigante]

Este vicio no puede compararse en absoluto con ningún otro, pues a todos los supera enormemente. Este vicio es la muerte del cuerpo, perdición del alma; infecta la carne, apaga las luces de la mente, expulsa al Espíritu Santo del templo del corazón, hace que entre el diablo fomentador de la lujuria; induce al error, hurta la verdad de la mente, engañándola; prepara trampas al que camina, cierra la boca del pozo a quien en él cae; abre el infierno, cierra las puertas del Paraíso, transforma al ciudadano de la Jerusalén celeste en habitante de la Babilonia infernal: secciona un miembro de la Iglesia y lo arroja a las codiciosas llamas de encendida Gehenna.

Este vicio busca abatir los muros de la patria celeste y busca reedificar lo que fueron incendiados en Sodoma. Es algo que atropella la sobriedad, que asesina el pudor, que degüella la castidad, que destroza la virginidad con la hoja de una repugnante infección. Todo lo ensucia, todo lo ofende, todo lo mancha y como no tiene en sí nada de puro, nada exento de indecencia, no soporta que nada sea puro. Como dice el apóstol, “todo es puro para los puros, pero para los infieles y contaminados nada es puro” (Tito 1, 15). Este vicio expulsa del coro de la familia eclesiástica y obliga a rezar con los endemoniados y con aquellos que sufren a causa del demonio; separa el alma de Dios para unirla al Diablo.

Esta pestilentísima reina de los sodomitas convierte a quienes se someten a su ley en torpes para los hombres y odiosos para Dios. Exige hacer una abominable guerra contra el Señor, militar bajo las insignias de un espíritu absolutamente malvado; separa del consorcio de los ángeles y con el yugo de su dominación extraña al alma de su nobleza innata. A sus soldados les priva de las armas de la virtud y los expone, para que sean traspasados, a los dardos de todos los vicios. Humilla en la iglesia, condena en el tribunal, corrompe en privado, deshonra en público, roe la conciencia con un gusano, quema la carne como el fuego, empuja a satisfacer la lujuria, y por otro lado teme ser descubierta, mostrarse en público, que los hombres la conozcan. El que mira con aprensión a su mismo cómplice en la perdición, ¿qué no podrá temer?

[…]

La carne arde con el fuego del deseo, la mente tiembla helada por la sospecha, y el corazón del hombre infeliz hierve como un caos infernal: todas las veces que le golpean las espinas del pensamiento, en un cierto sentido, viene torturado con los tormentos del castigo. Una vez que esta venenosísima serpiente ha hincado sus dientes en un alma desgraciada, la pobrecita pierde inmediatamente el control, la memoria se desvanece, la inteligencia se oscurece, se olvida de Dios y hasta de sí misma. Esta peste expulsa el fundamento de la fe, absorbe las fuerzas de la esperanza, destruye el vínculo de la caridad, elimina la justicia, abate el vigor, retira la temperancia, mina el fundamento de la prudencia.

¿Qué debo añadir todavía? En el momento en el que ha desterrado del escenario del corazón humano la lista de todas las virtudes, como quebrando los cerrojos de las puertas, hace entrar en él la bárbara turba de los vicios. A este se le aplica con exactitud aquel versículo de Jeremías (Lament 1, 10) que trata de la Jerusalén terrena: “El enemigo echó su mano a todas las cosas que Jerusalén tenía más apreciables; y ella ha visto entrar en su santuario a los gentiles, de los cuales habías tú mandado que no entrasen en tu iglesia

El que es devorado por los ensangrentados colmillos de esta famélica bestia, es mantenido lejos, como por cadenas, de cualquier obra buena, y es instigado sin freno que lo contenga, por el precipicio de la más infame perversión. En cuanto se cae en este abismo de total perdición, ipso facto se destierra de la patria celeste, se es separado del Cuerpo de Cristo, rechazados por la autoridad de toda la Iglesia, condenados por el juicio de los Santos Padres, expulsados de la compañía de los ciudadanos de la ciudad celeste. El cielo se vuelve como de hierro, la tierra de bronce: ni se puede ascender a aquél, pues se está lastrado por el peso de crimen, ni sobre aquella podrá por mucho tiempo ocultar sus maldades en el escondrijo de la ignorancia. Ni podrá gozar aquí cuando está vivo, ni siquiera esperar en la otra vida cuando muera, porque ahora deberá soportar el oprobio del escarnio de los hombres y después los tormentos de la condenación eterna.

[…]

¡Lloro por ti, alma infeliz entregada a las porquerías de la impureza, y te lloro con todas las lágrimas que poseo en mis ojos! ¡Qué dolor!

[…]

Compadezco a un alma noble, hecha a imagen y semejanza de Dios y comprada con la Preciosísima Sangre de Cristo, más digna que los grandes edificios y ciertamente más digna de ser antepuesta a todas las construcciones humanas. Por eso me desespera la caída de un alma insigne y por la destrucción del templo en el que habitaba Cristo. Deshaceos en llanto, ojos míos, derramad ríos abundantes de lágrimas y regad, lúgubres, las gotas con un llanto continuo! “Derramen mis ojos sin cesar lágrimas, noche y día, porque la virgen, hija del pueblo mío se halla quebrantada por una gran aflicción, con una llaga sumamente maligna” (Jer. 14, 17). Y ciertamente la hija de mi pueblo ha sido golpeada por una herida mortal, porque el alma, que era hija de la Santa Iglesia ha sido cruelmente herida por el enemigo del género humano con el dardo de la impureza; y a ella, que en la corte del rey eterno era suavemente alimentada con la leche de los sagrados parlamentos, ahora se la ve tumbada, tumefacta y cadavérica, mortalmente infectada por el veneno de la libido entre las cenizas ardientes de Gomorra. “Aquellos que comían con más regalo han perecido en medio de las calles; cubiertos se ven de basura los que se criaban entre púrpura” (Lam. 4, 5). ¿Por qué? El profeta prosigue y dice: “Ha sido mayor el castigo de las maldades de la hija de mi pueblo que el del pecado de Sodoma; la cual fue destruida en un momento” (Lam. 4, 6). Y ciertamente la maldad del alma cristiana supera el pecado de los sodomitas, porque cada uno peca tanto más cuanto más rechaza los preceptos de la gracia evangélica: el conocimiento de la ley evangélica lo fija, para que no pueda encontrar remedio con ninguna excusa. ¡Helas!, alma desgraciada, ¡helas! ¿Pero porque no te das cuenta de la altura de la dignidad de la que has caído y de cómo te has despojado del honor de una gloria y de un esplendor inmenso?

[… ]

Y tú dices: “Soy rico, y estoy enriquecido, y no tengo necesidad de ninguna cosa; y no conoces que tú eres un desventurado y miserable y pobre y ciego y desnudo” (Ap. 3,17). ¡Infeliz, date cuenta de qué oscuridad ha envuelto tu corazón; advierte lo densa que es la tiniebla de la niebla que te rodea!

[…]

¡Ay de ti, alma desgraciada! Por tu perdición se entristecen los ángeles, mientras que el enemigo aplaude exultante. Te has convertido en prenda del demonio, botín de los malvados, despojo de los impíos. “Abrieron contra ti su boca todos tus enemigos; daban silbidos y rechinaban sus dientes, y decían: ‘Nosotros nos la tragaremos. Ya llegó el día que estábamos aguardando. Ya vino, ya lo tenemos delante’”. Por esto, ¡oh alma miserable!, yo te lloro con todas mis lágrimas: porque no te veo llorar a ti.

[… ]

Si tú te humillases de verdad, yo exaltaría con todo mi corazón en el Señor por tu renacimiento espiritual. Si un verdadero y angustiante arrepentimiento golpease la profundidad de tu corazón, yo podría con justicia gozar de una alegría inimaginable. Por esta razón, alma, eres por encima de todo digna de llanto: ¡porque no lloras! Se hace necesario el dolor de los demás, desde el momento que no experimentas dolor por el peligro de la ruina que te amenaza; y eres digna de condoler con las más amargas lágrimas de la compasión fraterna porque ningún dolor te turba y no te puedes dar cuenta de la envergadura de tu desolación. ¿Por qué finges no ser consciente del peso de tu condenación? ¿Por qué no detienes este continuo acumular la ira divina sobre ti, bien enfangándote en los pecados, bien ensalzándote en la soberbia?”

Nuestro Señor Cristo Jesús a Santa Catalina de Siena sobre la sodomía. Diálogo de la Divina Providencia.

“Te hago saber, queridísima hija, que a vosotros y a ellos (los sacerdotes) os exijo tanta limpieza en este sacramento (del Santo Sacrificio de la Misa) cuanta es posible al hombre en esta vida. En cuanto esté de vuestra parte, y de la de ellos, debéis procurarla sin cansancio. Debéis considerar que si fuese posible que una naturaleza angélica se purificase para este misterio, sería necesario que lo hiciera de nuevo. No es posible, porque un ángel es puro, pues no puede caer en el veneno del pecado. Te indico esto para que veas cuánta pureza os exijo en este sacramento a vosotros y especialmente a ellos. Pero hacen lo contrario, porque van completamente sucios a este misterio; no sólo con la inmundicia y fragilidad a que naturalmente os halláis inclinados por vuestra débil naturaleza. Ellos (los que caen en impureza), desgraciados, no sólo no dominan esta fragilidad, aunque la razón lo puede hacer cuando lo quiere el libre albedrío, sino que obran aún peor, porque cometen el maldito pecado que es contra la naturaleza (la sodomía). Como ciegos y tontos, ofuscada la luz de su entendimiento, no reconocen la pestilencia y miseria en que se encuentran, pues no sólo me es pestilente a mí, sino que ese pecado desagrada a los mismos demonios, a los que esos desgraciados han hecho sus señores. Tan abominable me es ese pecado contra la naturaleza, que sólo por él se hundieron cinco ciudades como resultado de mi juicio, al no querer mi divina justicia sufrirlas más; que tanto me desagradó ese abominable pecado.»

Es desagradable (la sodomía) a los demonios, no porque les desagrade el mal y se complazcan en lo bueno, sino porque su naturaleza fue angélica, y esa naturaleza rehúye -le repele- ver cometer tan enorme pecado en la realidad. Cierto es que antes les ha arrojado la saeta envenenada por la concupiscencia; pero, cuando el pecador llega al acto de ese pecado, el demonio se marcha por las razones dichas.

Si te acuerdas bien, sabes cómo antes de la mortandad (la plaga de 1374) te manifesté lo desagradable que me resultaba este pecado y cuán corrompido se hallaba el mundo por él. Por lo que, elevándote sobre ti misma con santo deseo y con sublimación de espíritu, te mostré el mundo entero, y viste en casi toda la gente este miserable pecado y cómo los demonios escapan de él, como te he dicho. Y sabes que recibiste tanta pena, que te parecía estar casi a la muerte. No encontrabais lugar dónde refugiaros, tú y los otros servidores míos, para que esta lepra no os contagiase. No encontraste quien te pudiera cobijar entre los pequeños ni con los grandes, con los jóvenes ni con los viejos, con los religiosos ni con los clérigos, con los prelados ni con los súbditos, se hallaban contaminados por esta maldición.

Te lo manifesté en general; no lo hice con los particulares que por excepción no se contaminaron, pues entre los malos he guardado algunos buenos. La santidad de éstos detiene a mi Justicia para que no mande a las piedras que se vuelvan contra ellos, ni a la tierra que se los trague, ni a los animales que los devoren, ni a los demonios que les saquen el alma del cuerpo. Más bien voy encontrando caminos y modos para poder hacer misericordia, esto es, para que se enmienden, y como instrumentos tomo a mis servidores, que están sanos y leprosos, para que intercedan por ellos.

Alguna vez mostraré a éstos, como una vez hice contigo y como tú sabes, estos miserables pecados, para que sean más solícitos en buscar la salvación y me ofrezcan oraciones por ellos con mayor compasión y dolor por los pecados y por la ofensa que me hacen. Si te acuerdas bien, una bocanada de esta pestilencia te afectó tanto, que no podías más, como me dijiste: “¡Oh Padre eterno!, ten misericordia de mí y de tus criaturas. Sácame el alma del cuerpo, porque parece que no lo sufro más, o dame refrigerio y enséñame el lugar de los otros servidores, los tuyos, donde podamos descansar, para que esta lepra no nos pueda dañar ni quitar la limpieza de nuestra alma y de nuestros cuerpos”.

Yo te contesté volviéndome hacia ti con ojos de piedad, y te dije y repito: “Hijita mía: sea vuestro reposo dar gloria y alabanza a mi Nombre e incensarme con la oración continua por estos pobrecillos que se hallan en tanta miseria, haciéndose dignos del juicio divino por sus pecados. El lugar donde os cobijéis sea Cristo crucificado, mi Hijo unigénito, habitando y escondiéndoos en la caverna de mi costado, donde gozaréis, por afecto de amor, en la naturaleza humana de Cristo, mi naturaleza divina. En aquel corazón abierto encontraréis mi caridad y la del prójimo, pues por honor a mí, el Padre eterno, y por la obediencia que le impuse para vuestra salvación, sufrió la afrentosa muerte en la santísima Cruz. Viendo y experimentando este amor, seguiréis sus enseñanzas alimentados en la mesa de la Cruz, es decir, soportando por caridad a vuestro prójimo con verdadera paciencia: en penas, tormentos y fatigas, vengan de donde vengan. De esta manera combatiréis la lepra y huiréis de ella.

Este es el remedio dado a ti y a los otros; pero, con todo eso, no se quitaba de tu alma la sensación de la pestilencia y de tiniebla de los ojos del entendimiento. Mi divina providencia, sin embargo, lo remedió, dándote del Cuerpo y de la Sangre de mi Hijo, Dios y hombre entero, tal como lo recibís en el Sacramento del Altar. En señal de que era verdad, se quitó el hedor por medio de la fragancia que recibiste en el Sacramento, y las tinieblas desaparecieron por medio de la luz que en él recibiste. De modo admirable, tal como plugo (place) a mi bondad, quedaste con la fragancia de la sangre en la boca y en el paladar de tu cuerpo durante muchos días, tal como sabes.

Ves, por tanto, hija mía, lo abominable que es este pecado a toda criatura. Piensa ahora que lo es mucho más en aquellos elegidos por mí para que vivan en estado de continencia, entre los que se encuentran los sacados del mundo por medio de la vida religiosa, como plantas sembradas en el cuerpo místico de la santa Iglesia; entre ellos se encuentran los ministros del Altar. Nunca podréis entender cuánto me desagrada ese pecado entre ellos, además del que recibo de los pecadores del mundo en general, porque están puestos sobre el candelero, son administradores míos, de verdadero Sol, para luz de la virtud y de santa vida; y, sin embargo, lo administran estando ellos en tinieblas.

Tan llenos se encuentran de ellas (las tinieblas), que de la Sagrada Escritura no ven ni entienden más que la corteza, la letra, debido a la hinchazón de su soberbia. Por ser inmundos y lascivos, aunque tienen luz de por sí, de donde la tomaron mis elegidos por razón: es la luz sobrenatural que procede de mí, verdadera Luz, tal como te dije en otro lugar, la reciben sin sacarle el gusto, por no estar en orden el paladar de su alma. Corrompidos por el amor propio y la soberbia, con el estómago atiborrado de inmundicia, deseando dar satisfacción a sus desordenados deseos, repletos de codicia y de avaricia, cometen sin pudor sus pecados. Caen en el pecado de la usura muchos miserables, aunque esté prohibida por mí.


Artículo extraído de forocatolico.wordpress.com.