Silencio Interior
«Pon, Señor, guarda en mi boca y puerta de silencio en mis labios, para que no se incline mi corazón a la malicia, ni a defender con excusas los pecados.» Misa de Fieles (Tridentina).
«Si amas la verdad, sé amante del silencio» San Isaac el Sirio.
«En la soledad, si el alma está atenta, Dios se deja ver. la multitud es ruidosa. Para ver a Dios es necesario el silencio» San Agustín.
«La sabiduría entra por el amor, silencio y mortificación. Grande sabiduría es saber callar y no mirar dichos ni hechos ni vidas ajenas» San Juan de la Cruz, Dichos de Amor y de Luz.
«Una palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y ésta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma» San Juan de la Cruz, Dichos de Luz y Amor, nº 99.
«Si quieres venir al santo recogimiento, no has de venir admitiendo sino negando» San Juan de la Cruz, Dichos de Amor y de Luz, nº 51.
«Muchos buscan con avidez, pero el único que encuentra es el que permanece en silencio continuo… Todo hombre que encuentra sus delicias en una multitud de palabras, aunque diga en ellas cosas admirables, está vacío interiormente. Si amas la verdad, sé amante del silencio. El silencio, como la luz del sol, iluminará a Dios en ti y te librará de los fantasmas de la ignorancia. El silencio te unirá al mismo Dios.
Ama el silencio por encima de todas las cosas. Te trae el fruto que la lengua no alcanza a describir. Al principio tenemos que forzarnos a guardar silencio. Que Dios te conceda experimentar ese «algo» que nace del silencio. Con sólo practicarlo, como consecuencia de tu esfuerzo, te inundará de luz inenarrable… y después de un breve tiempo, una cierta dulzura nace en el corazón de este ejercicio y el cuerpo se siente embebido casi por la fuerza para permanecer en silencio.»
San Isaac el Sirio.
Oración
La oración es una disposición de gratitud
La oración es el sentimiento constante de nuestra pobreza espiritual y de nuestra debilidad; la contemplación en nosotros, en los demás y en la naturaleza, de las obras de la sabiduría, de la misericordia y la fuerza todopoderosa de Dios. La oración es una disposición interior hecha sólo de gratitud.
Con frecuencia llamamos oración a algo que no tiene nada que ver con ella. Por ejemplo: alguien entra en la iglesia, se queda allí algún tiempo, observa los iconos, a la gente, su apariencia y su comportamiento, y dice que ha rezado a Dios; o también, se pone ante un icono en su casa, inclina la cabeza, recita unas palabras aprendidas de memoria, sin entenderlas ni saborearlas, y dice que ha rezado. Pero en su inteligencia y en su corazón no ha rezado en absoluto; estaba con la gente y con las cosas, en cualquier parte salvo con Dios.
La oración es la elevación del pensamiento y del corazón hacia Dios, la contemplación de Dios, la audaz conversación de la criatura con su Creador, la presencia respetuosa del alma ante él, como ante el Rey, ante la Vida misma que da la vida a todos; el olvido de todo lo que nos rodea, el alimento del alma, su aire y su luz, su calor vivificante, la purificación del pecado; el yugo suavísimo de Cristo y su carga ligera.
La oración es el sentimiento constante de nuestra debilidad y de nuestra pobreza espiritual, la santificación del alma, un anticipo de la felicidad futura, un bien angélico, la lluvia celestial que refresca, riega y fecunda el suelo del alma, la fuerza y el poder del alma y el cuerpo, el saneamiento y la renovación de la atmósfera mental, la iluminación del rostro, la alegría del espíritu, el vínculo dorado que une a la criatura con su Creador, la valentía y el coraje en todas las aflicciones y las dificultades de la vida, la lámpara de la existencia, el éxito en todo lo que se emprende, una dignidad semejante a la de los ángeles, el fortalecimiento de la fe, de la esperanza y de la caridad.
La oración es un trato con los ángeles y los santos que han agradado a Dios desde el principio del mundo. La oración es la conversión de la vida, la madre de la contrición y de las lágrimas, un fuerte impulso hacia las obras de misericordia, la seguridad de la vida, la desaparición del miedo a la muerte, el desprecio de los tesoros terrenos, el deseo de los bienes del cielo, la espera del Juicio universal, de la resurrección y de la vida del mundo futuro, un esfuerzo encarnizado por escapar a los tormentos eternos, una llamada incesante a la misericordia del Soberano; es caminar en presencia de Dios. Es la aniquilación dichosa de uno mismo ante el Creador de todas las cosas, presente en todas las cosas; es el agua viva del alma.
La oración es llevar a todos los hombres en el corazón por el amor, es la bajada del cielo al alma, la inhabitación en el alma de la santísima Trinidad, como se ha dicho: «Vendremos a él y viviremos en él» (Jn 14, 23).
Juan de Cronstadt, Mi vida en Cristo.
«Todos los santos comenzaron su conversión por la oración y por ella perseveraron; y todos los condenados se perdieron por su negligencia en la oración. Digo, pues, que la oración nos es absolutamente necesaria para perseverar»
San Juan María Vianney, Sermón sobre la perseverancia.
«Esfuérzate por entrar en el tesoro de tu corazón, y verás el tesoro del cielo. Ya que el uno y el otro son una misma cosa. Considera que los dos tienen la misma entrada»
San Isaac el Sirio.
«Sin este cimiento fuerte (de la oración) todo edificio va falso»
Santa Teresa de Jesús, Camino de Perfección, 4,5.
«De toda pena aceptada con sabiduría encontrarás el fruto a la hora de la oración»
Evagrio Póntico, La filocalía de la oración de Jesús.
El corazón se vuelve
como un niño pequeño,
y cuando se empieza a rezar,
corren las lágrimas.
San Isaac el Sirio.
«La oración es la mejor arma que tenemos; es la llave al corazón de Dios. Debes hablarle a Jesús, no solo con tus labios sino con tu corazón. En realidad, en algunas ocasiones debes hablarle solo con el corazón…»
Padre Pío de Pietrelcina.
El Combate Espiritual
“( […] decía un santo: «Ojalá se convencieran los que andan tan ocupados y preocupados por tantas obras exteriores, que mucho más ganarían para su propia santidad y para el bien de los demás, si se dedicaran un poco más a lo que es espiritual y sobrenatural; de lo contrario todo será lograr
poco, o nada, o menos que nada, pues sin vida espiritual se puede hasta llegar a hacer más daño que bien»).
Otro Engaño. Existe otra trampa contra nuestra vida espiritual, es que durante la oración se nos llene la cabeza de pensamientos grandiosos y hasta curiosos, agradables acerca de futuros apostolados y trabajos por las almas, y en vez de dedicar ese tiempo precioso a amar a Dios, a adorarlo, a pensar en sus perfecciones, a darle gracias y a pedirle perdón por nuestros pecados, nos dediquemos a volar como varias mariposas por un montón de temas que no son oración, y aun como moscardones a volar con la imaginación, por los basureros de este mundo.”
“El Combate Espiritual”, capítulo 1, del Padre Lorenzo Scupoli.
Orar y amar
Mirad, hijos míos, el tesoro de un cristiano no está en este mundo sino en el cielo (Mt 6,20). Así pues, nuestro pensamiento tiene que encaminarse hacia donde está nuestro tesoro. La persona humana tiene una tarea muy bella, la de orar y la de amar. Vosotros oráis, vosotros amáis: he aquí la felicidad de la persona en este mundo.
La oración no es otra cosa que la unión con Dios. Cuando el corazón es puro y está unido a Dios, uno percibe en su interior un bálsamo, una dulzura que embriaga, una luz que deslumbra. En esta íntima unión Dios y el alma son como dos trozos de cirio fundidos en uno; ya no se pueden separar. ¡Qué hermosa es esta unión de Dios con su pequeña criatura! Es una felicidad que sobrepasa toda comprensión. Habíamos merecido no saber orar; pero Dios, en su bondad, nos permite hablarle. Nuestra oración es incienso que él recibe con infinita benevolencia.
Hijos míos, tenéis un corazón pequeño, pero la oración lo ensancha y lo capacita para amar a Dios. La oración es una pregustación del cielo, un derivado del paraíso. Nunca nos deja sin dulzura. Es como la miel que desciende al alma y lo suaviza todo. Las penas se deshacen en la oración bien hecha, como la nieve bajo el sol.
San Juan María Vianney, Catecismo sobre la oración.
Vuestro corazón es pequeño, pero la oración lo dilata
Hijos míos, vuestro corazón es pequeño, pero la oración lo dilata y lo hace capaz de amar a Dios. La oración es una degustación anticipada del cielo, hace que una parte del paraíso baje hasta nosotros. Nunca nos deja sin dulzura; es como una miel que se derrama sobre el alma y lo endulza todo.
En la oración hecha debidamente, se funden las penas como la nieve ante el sol.
Otro beneficio de la oración es que hace que el tiempo transcurra tan aprisa y con tanto deleite, que ni se percibe su duración. Mirad: cuando era párroco en Bresse, en cierta ocasión, en que casi todos mis colegas habían caído enfermos, tuve que hacer largas caminatas, durante las cuales oraba al buen Dios, y creedme, que el tiempo se me hacía corto.
Hay personas que se sumergen totalmente en la oración como los peces en el agua, porque están totalmente entregadas al buen Dios. Su corazón no está dividido. ¡Cuánto amo a estas almas generosas! San Francisco de Asís y santa Coleta veían a nuestro Señor y hablaban con él del mismo modo que hablamos entre nosotros.
Nosotros, por el contrario, ¡cuántas veces venimos a la Iglesia sin saber lo que hemos de hacer o pedir! Y, sin embargo, cuando vamos a casa de cualquier persona, sabemos muy bien para qué vamos. Hay algunos que incluso parece como si le dijeran al buen Dios: «Sólo dos palabras, para deshacerme de ti…». Muchas veces pienso que cuando venimos a adorar al Señor, obtendríamos todo lo que le pedimos si se lo pidiéramos con una fe muy viva y un corazón muy puro.
San Juan María Vianney.
«En un descampado se puso a orar» (Mc 1,35)
Dios no hubiera podido hacer a los hombres un don más grande que su Verbo, su Palabra, por quien creó todas las cosas. Le hizo el jefe de todos, es decir, su cabeza, e hizo de ellos sus miembros (Ef 5, 23.30), para que sea al mismo tiempo Hijo de Dios e Hijo del hombre: un solo Dios con el Padre, un solo hombre con los hombres. Nos ha hecho este don para que hablando a Dios en la oración nunca separemos de él a su Hijo, y para que el cuerpo del Hijo, al orar, no se separe de su jefe; para que Nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, sea el único salvador de su cuerpo, y al mismo tiempo el que ora por nosotros, ora en nosotros y es orado por nosotros.
Ora por nosotros como sacerdote, ora en nosotros como jefe, la cabeza del cuerpo, es orado por nosotros como a nuestro Dios. Reconozcamos, pues, en él nuestras palabras y sus palabras en nosotros. No ha dudado en absoluto, unirse con nosotros. Toda la creación le está sujeta porque toda la creación fue creada por él: «En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho» (Jn 1,1s). Pero si más adelante, en las Escrituras escuchamos la voz del mismo Cristo gimiendo, orando, reconociendo, no dudemos en atribuirle también estas palabras. Que contemplemos a aquel que «a pesar de su condición divina no hizo alarde de su categoría de Dios tomó la condición de esclavo actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse a la muerte y una muerte de cruz» (Flp 2,6s). Que, suspendido en la cruz, le escuchemos hacer suya la oración de un salmo. Oramos a Cristo en su condición de Dios, y él ora en su condición de siervo; por un lado, el Creador, por el otro, un hombre unido a la creación, formando un solo hombre con nosotros —la cabeza y el cuerpo—. Nosotros le oramos, y oramos por él y en él.
San Agustín, Sobre el salmo 85: CCL 30, 1176.
Oración
Mi Señor Jesús… Orar es miraros, y, puesto que Vos estáis siempre ahí, si yo os amo verdaderamente, ¿no os miraré sin cesar? Aquel que ama y que está delante del Bienamado, ¿puede hacer otra cosa distinta que tener sus miradas en Él?… «Enséñanos a orar», como decían los Apóstoles… ¡Oh, Dios mío!, el lugar y el tiempo están bien escogidos; estoy en una pequeña habitación, es de noche, todo duerme, no se siente más que la lluvia y el viento, y algunos gallos lejanos que recuerdan, ¡ay!, la noche de vuestra Pasión… Enseñadme a orar, Dios mío, en esta soledad y recogimiento.
—Sí, hijo mío; es necesario que ores sin cesar; ora haciendo todo lo que hagas: leyendo, trabajando, andando, comiendo, hablando, es necesario siempre tenerme delante de los ojos, mirarme constantemente y hablarme más o menos, según tú puedas, pero mirándome siempre.
La oración es la conversación familiar del alma con Dios; la oración no encierra otra cosa; no es ni meditación propiamente dicha, ni oraciones vocales; pero se acompaña, en un mayor o menor grado, de la una y de las otras.
La meditación es la reflexión atenta sobre cualquier verdad que la mente busca profundizar a los pies de Dios. La meditación está siempre más o menos mezclada de oración, pues es necesario llamar a Dios en nuestra ayuda de cuando en cuando para conocer lo que se busca, y también para gozar de su Presencia y no estar mucho tiempo tan cerca de Él sin decirle ni una palabra de ternura…
—Tus oraciones vocales, Oficio Divino, Rosario, Via Crucis, me gustan, me honran. Me parece bien que sí, que los hagas; son un ramillete que me ofreces, un bonísimo y divino regalo, aunque tú seas tan pequeño…
«Tú eres un niñito, pero, en mi bondad, te permito coger en mi maravilloso jardín las más bellas rosas para ofrecérmelas; de tal suerte, que, siendo tan poca cosa como eres, en una media hora o tres cuartos de hora, y sobre todo cuando es más, me haces un maravilloso ramo… ¿Me comprendes?… Y este ramo me gusta que venga de tus manos, querido mío, porque tú sabes que aunque seas poca cosa y estés lleno de defectos, eres mi hijo y, por consiguiente, te amo; te he creado para el Cielo; mi Hijo único te ha rescatado con su Sangre; te ha hecho más, hijo mío, te ha adoptado por hermano; te amo, y después has escuchado su voz y puedes decir lo que yo mismo he dicho: «Si te he amado cuando no me conocías, con mayor razón ahora, que, aun y todo siendo lo pobre y pecador que eres, deseas serme grato». Tú ves perfectamente que Yo soy grande y tú pequeño; Yo, hermoso; tú, bien feo; Yo, riquísimo, y tú, pobrísimo; Yo, sabio, y tú, bien ignorante; sin embargo, deseo tu ramo cotidiano, tus rosas de la mañana y de la tarde; las deseo, porque estas rosas que te permito coger en mi jardín son bellas, y las deseo porque te amo, aun todo lo pequeño y malo que eres, hijito mío.»
—¡Gracias, gracias, Dios mío! ¡Qué suaves y claras son vuestras palabras, y cómo veo bien lo que no había visto del todo!… ¡Gracias, gracias, Dios mío! ¡Qué bueno sois!
Carlos de Foucauld, Escritos espirituales.
Amoroso y ciego deseo hacia Dios
«Puedes estar seguro de que si estás ocupado con algo inferior a Dios, lo colocas por encima de ti mientras piensas en ello y creas una barrera entre ti y Dios. Has de rechazar, por tanto, con firmeza todas las ideas claras por piadosas o placenteras que sean. Créeme lo que te digo: un amoroso y ciego deseo hacia Dios sólo es más valioso en sí mismo, más grato a Dios y a los santos, más provechoso a tu crecimiento y de más ayuda a tus amigos, tanto vivos como difuntos, que cualquier otra cosa que pudieras hacer. Y resulta mayor bendición para ti experimentar el movimiento interior de este amor dentro de la oscuridad de la nube del no saber que contemplar a los ángeles y santos u oír el regocijo y la melodía de su fiesta en el cielo».
La nube del No-Saber, Anónimo inglés del Siglo XV, Ed. Mont Carmelo, p. 87-88.
Cuando estés en oración
Cuando estés en oración ante Dios, presta atención a que tu mente esté recogida. Expulsa de tu interior los pensamientos perturbadores; asume el honor de Dios en tu alma; purifica los movimientos de tus pensamientos, y si debes luchar a causa de estos, persiste en el combate y no cedas. Cuando Dios ve tu paciencia, entonces de pronto se manifiesta en ti la gracia, y tu mente se ve fortalecida, y tu corazón arde por el fervor, y los pensamientos de tu alma se iluminan, y quizá emanarán de ti intuiciones admirables sobre la grandeza de Dios. Pero esto sólo sucede con mucha oración y un pensamiento puro; porque del mismo modo que no ponemos perfumes preciados en frascos pestilentes, tampoco Dios acepta las intuiciones sobre su grandeza en una mente aún odiosa.
Carta a Hesiquio, Juan el solitario.
La oración es luz del alma
Nada hay mejor que la oración y coloquio con Dios, ya que por ella nos ponemos en contacto inmediato con él; y, del mismo modo que nuestros ojos corporales son iluminados al recibir la luz, así también nuestro espíritu, al fijar su atención en Dios, es iluminado con su luz inefable. Me refiero, claro está, a aquella oración que no se hace por rutina, sino de corazón; que no queda circunscrita a unos determinados momentos, sino que se prolonga sin cesar día y noche.
Conviene, en efecto, que la atención de nuestra mente no se limite a concentrarse en Dios de modo repentino, en el momento en que nos decidimos a orar, sino que hay que procurar también que cuando está ocupada en otros menesteres, como el cuidado de los pobres o las obras útiles de beneficencia u otros cuidados cualesquiera, no prescinda del deseo y el recuerdo de Dios, de modo que nuestras obras, como condimentadas con la sal del amor de Dios, se conviertan en un manjar suavísimo para el Señor de todas las cosas. Y también nosotros podremos gozar, en todo momento de nuestra vida, de las ventajas que de ahí resultan, si dedicamos mucho tiempo al Señor.
La oración es luz del alma, verdadero conocimiento de Dios, mediadora entre Dios y los hombres. Por ella nuestro espíritu, elevado hasta el cielo, abraza a Dios con abrazos inefables, deseando la leche divina, como un niño que, llorando, llama a su madre; por ella nuestro espíritu espera el cumplimiento de sus propios anhelos y recibe unos bienes que superan todo lo natural y visible.
La oración viene a ser una venerable mensajera nuestra ante Dios, alegra nuestro espíritu, aquieta nuestro ánimo. Me refiero, en efecto, a aquella oración que no consiste en palabras, sino más bien en el deseo de Dios, en una piedad inefable, que no procede de los hombres, sino de la gracia divina, acerca de la cual dice el Apóstol: Nosotros no sabemos pedir como conviene, pero el Espíritu mismo aboga por nosotros con gemidos que no pueden ser expresados en palabras.
Semejante oración, si nos la concede Dios, es de gran valor y no ha de ser despreciada; es un manjar celestial que satisface al alma; el que lo ha gustado, se inflama en el deseo eterno de Dios, como en un fuego ardentísimo que inflama su espíritu.
Para que alcance en ti su perfección, pinta tu casa interior con la moderación y la humildad, hazla resplandeciente con la luz de la justicia, adórnala con buenas obras, como con excelentes láminas de metal, y decórala con la fe y la grandeza de ánimo, a manera de paredes y mosaicos; por encima de todo coloca la oración, como el techo que corona y pone fin al edificio, para disponer así una mansión acabada para el Señor y poderlo recibir como en una casa regia y espléndida, poseyéndolo por la gracia como una imagen colocada en el templo del alma.
De las Homilías del Pseudo-Crisóstomo, de origen constantinopolitano (hacia 400). (Suplemento, Homilía 6, Sobre la oración: PG 64, 462-466).
La oración es una ofrenda espiritual
La oración es una ofrenda espiritual que ha eliminado los antiguos sacrificios. ¿Qué me importa —dice— el número de vuestros sacrificios? Estoy harto de holocaustos de carneros, de grasa de becerros; la sangre de toros, corderos y chivos no me agrada. ¿Quién pide algo de vuestras manos?
El Evangelio nos enseña qué es lo que pide el Señor: Llega la hora —dice– en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad. Porque Dios es espíritu y, por esto, tales son los adoradores que busca. Nosotros somos los verdaderos adoradores y verdaderos sacerdotes, ya que, orando en espíritu, ofrecemos el sacrificio espiritual de la oración, la ofrenda adecuada y agradable a Dios, la que él pedía, la que él preveía.
Esta ofrenda, ofrecida de corazón, alimentada con la fe, cuidada con la verdad, íntegra por la inocencia, limpia por la castidad, coronada con el amor, es la que debemos llevar al altar de Dios, con el acompañamiento solemne de las buenas obras, en medio de salmos e himnos, seguros de que con ella alcanzaremos de Dios cualquier cosa que le pidamos.
¿Qué podrá negar Dios, en efecto, a una oración que procede del espíritu y de la verdad, si es él quien la exige? Hemos leído, oído y creído los argumentos que demuestran su gran eficacia.
En tiempos pasados, la oración liberaba del fuego, de las bestias, de la falta de alimento, y sin embargo no había recibido aún de Cristo su forma propia.
¡Cuánta más eficacia no tendrá, pues, la oración cristiana! Ciertamente, no hace venir el rocío angélico en medio del fuego, ni cierra la boca de los leones, ni transporta a los hambrientos la comida de los segadores (como en aquellos casos del antiguo Testamento); no impide milagrosamente el sufrimiento, sino que, sin evitarles el dolor a los que sufren, los fortalece con la resignación, con su fuerza les aumenta la gracia para que vean, con los ojos de la fe, el premio reservado a los que sufren por el nombre de Dios.
En el pasado, la oración hacía venir calamidades, aniquilaba los ejércitos enemigos, impedíala lluvia necesaria. Ahora, por el contrario, la oración del justo aparta la ira de Dios, vela en favor de los enemigos, suplica por los perseguidores. ¿Qué tiene de extraño que haga caer el agua del cielo, si pudo impetrar que de allí bajara fuego? La oración es lo único que tiene poder sobre Dios; pero Cristo no quiso que sirviera para operar mal alguno, sino que toda la eficacia que él le ha dado ha de servir para el bien.
Por esto, su finalidad es servir de sufragio a las almas de los difuntos, robustecer a los débiles, curar a los enfermos, liberar a los posesos, abrir las puertas de las cárceles, deshacer las ataduras de los inocentes. La oración sirve también para perdonar los pecados, para apartar las tentaciones, para hacer que cesen las persecuciones, para consolar a los abatidos,para deleitar a los magnánimos, para guiar a los peregrinos, para mitigar las tempestades, para impedir su actuación a los ladrones, para alimentar a los pobres, para llevar por buen camino a los ricos, para levantar a los caídos, para sostener a los que van a caer, para hacer que resistan los que están en pie.
Oran los mismos ángeles, ora toda la creación, oran los animales domésticos y los salvajes, y doblan las rodillas y, cuando salen de sus establos o guaridas, levantan la vista hacia el cielo y con la boca, a su manera, hacen vibrar el aire. También las aves, cuando despiertan, alzan el vuelo hacia el cielo y extienden las alas, en lugar de las manos, en forma de cruz y dicen algo que asemeja una oración.
¿Qué más podemos añadir acerca de la oración? El mismo Señor en persona oró; a él sea el honor y el poder por los siglos de los siglos.
Del Tratado de Tertuliano, presbítero, Sobre la oración.
(Cap. 28-29: CCL 1, 273-274).
Te deseo, Dios mío, y busco tu rostro
Deja un momento tus ocupaciones habituales, contempla tu pequeñez, entra un instante en ti mismo, apartándote del tumulto de tus pensamientos. Arroja lejos de ti las preocupaciones agobiantes y aparta de ti las inquietudes que te oprimen. Reposa en Dios un momento, descansa siquiera un momento en él.
Entra en lo más profundo de tu alma, aparta de ti todo, excepto Dios y lo que puede ayudarte a alcanzarlo; cierra la puerta de tu habitación y búscalo en el silencio. Di con todas tus fuerzas, di al Señor: «Busco tu rostro; tu rostro busco, Señor.»
Y ahora, Señor y Dios mío, enséñame dónde y cómo tengo que buscarte, dónde y cómo te encontraré.
Si no estás en mí, Señor, si estás ausente, ¿dónde te buscaré? Si estás en todas partes, ¿por qué no te veo aquí presente? Es cierto que tú habitas en una luz inalcanzable, ¿pero dónde está esa luz inalcanzable?, ¿cómo me aproximaré a ella?, ¿quién me guiará y me introducirá en esa luz para que en ella te contemple? ¿Bajo qué signos, bajo qué aspecto te buscaré? Nunca te he visto, Señor y Dios mío, no conozco tu rostro.
Dios altísimo, ¿qué hará este desterrado, lejos de ti?, ¿qué hará este servidor tuyo, sediento de tu amor, que se encuentra alejado de ti? Desea verte y tu rostro está muy lejos de él. Anhela acercarse a ti y tu morada es inalcanzable. Arde en deseos de encontrarte e ignora dónde vives. No suspira más que por ti y jamás ha visto tu rostro.
Señor, tú eres mi Dios, tú eres mi Señor y nunca te he visto. Tú me creaste y me redimiste, tú me has dado todos los bienes que poseo, y aún no te conozco. He sido creado para verte, y todavía no he podido alcanzar el fin para el cual fui creado.
Y tú, Señor, ¿hasta cuándo nos olvidarás, hasta cuándo dejarás de apartar tu rostro? ¿Cuándo volverás tu mirada hacia nosotros? ¿Cuándo nos escucharás? ¿Cuándo iluminarás nuestros ojos y nos mostrarás tu rostro? ¿Cuándo harás caso a nuestros deseos?
Míranos, Señor, escúchanos, ilumínanos, muéstrate a nosotros. Llena a plenitud nuestros deseos y seremos felices; sin ti todo es aburrimiento y tristeza. Ten piedad de nuestros trabajos y de los esfuerzos que hacemos por llegar hasta ti, ya que sin ti nada podemos.
Enséñame a buscarte, muéstrame tu rostro, porque si tú no me lo enseñas no puedo buscarte. No puedo encontrarte si tú no te haces presente. Te buscaré deseándote, te desearé buscándote; amándote te encontraré, encontrándote te amaré.
San Anselmo (1033-1109). Del libro Proslogion de San Anselmo, obispo.
Lectura bíblica: Mt 6, 5- 8; Sal 130.
Si la fe flaquea, la oración desaparece
La lectura del santo Evangelio nos impulsa a orar y a creer y a no presumir de nosotros, sino del Señor. (…) Si la fe flaquea, la oración desaparece. Pues ¿quién suplica algo en lo que no cree? Por esto, el bienaventurado Apóstol, exhortando a orar, dice: «Todo el que invoque el nombre del Señor, será salvo» (Rom 10,13). Y para mostrar que la fe es la fuente de la oración y que no puede fluir el río cuando se seca el manantial del agua, añadió: «¿Cómo van a invocar a aquel en quien no han creído?» (Rom 10,14). Creamos, pues, para poder orar. Y para que no decaiga la fe mediante la cual oramos, oremos. De la fe fluye la oración; y la oración que fluye obtiene firmeza para la misma fe. De la fe —repito— fluye la oración; y la oración que fluye obtiene firmeza para la misma fe.
Precisamente para que la fe no decayera en medio de las tentaciones, dijo el Señor: «Vigilad y orad para no caer en tentación» (Lc 22,46). Vigilad —dice— y orad para no caer en tentación. ¿Qué es caer en tentación sino salirse de la fe? En tanto avanza la tentación en cuanto decae la fe y en tanto decae la tentación en cuanto avanza la fe. Mas para que Vuestra Caridad vea más claramente que el Señor dijo: «Vigilad y orad para no caer en tentación», refiriéndose a la fe, con vistas a que no decayese ni desapareciese, dice el Señor en el mismo pasaje del Evangelio: «Esta noche ha pedido Satanás cribaros como trigo; yo he rogado por ti, Pedro, para que tu fe no decaiga» (Lc 22,31s). ¿Ruega quien defiende, y no ruega quien se halla en peligro? Las palabras del Señor: ¿Creéis que cuando venga el Hijo del hombre encontrará fe en la tierra? se refieren a la fe perfecta. Esta apenas se encuentra en la tierra. Ved que la Iglesia de Dios está llena de gente; si no existiese fe ninguna, ¿quién se acercaría a ella? ¿Quién no trasladaría los montes si la fe fuese plena? (…)
Vengan, pues, los niños; vengan; oígase al Señor: «Dejad que los niños se acerquen a mí» (Lc 18,16). Vengan los niños, vengan los enfermos al médico; vengan los perdidos al redentor; vengan, nadie se lo prohíba. En la rama aún no cometieron nada malo, pero en la raíz perecieron. «Bendiga el Señor a los pequeños junto con los grandes» (Cf Sal 113,13); toque el Señor a pequeños y a grandes. Confió a los mayores la causa de los niños. Hablad en favor de los que callan, orad por los que lloran.
Si no sois mayores inútiles, sed protectores; proteged a los que todavía no pueden defender su causa. La perdición fue común, sea común el lugar de encuentro; juntos habíamos perecido, encontrémonos juntos en Cristo. El mérito es dispar, pero la gracia es común. Ningún mal poseen sino el que trajeron de la fuente; ningún mal tienen sino el que trajeron de origen. No le impidan la salvación quienes, a lo que trajeron, aún añadieron mucho personal. Quien es mayor de edad lo es también en maldad (Cf Dn 13,52). Pero la gracia de Dios borra lo que has traído; borra también lo que tú has añadido. Pues «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,20).
San Agustín, Sermón 115.
Casi todos los textos provienen de caminitoespiritual.blog. He hecho una selección tratando de rescatar toda esa belleza entremezclada entre tanta tristeza (es decir, errores intencionados, esto es, herejías) de ese blog Conciliar.
Cuídese mucho Sor Mónica de Jesús.