El 9 de Agosto de 1903, Domingo, era exaltado al Solio Pontificio el Cardenal Giuseppe Melchiorre Sarto, que reinó con el nombre de Pío X. Le impuso la tiara papal el Cardenal Macchi Lui.
Aquel Papa que no había escrito libros ni sabía más idiomas que el latín y el italiano, será el gran Papa de la comunión de los niños y de la comunión frecuente, de la reforma de la música sagrada, de la codificación del Derecho Canónico. Será el debelador del Modernismo y el condenador de “Le Sillon”. Será el mismo que, con entereza inquebrantable, mantendrá los derechos de la Iglesia ante los ataques del laicismo francés y sabrá condensar en una frase feliz todo su espíritu : “No busco los bienes de la Iglesia, sino el bien de la Iglesia.”
Quien en su vida personal supo subordinar y sacrificar todo lo humano a su sacerdocio, en su pontificado fue el gran propugnador de la primacía del Espíritu. Tomó por lema Instaurare omnia in Christo (San Pablo a los Efesios, cap. 1, vers. 10).
Quiso restaurar todas las cosas de Cristo. No en palabras, sabiduría o poderes humanos, sino en Cristo Jesús, único fundamento posible y única piedra angular. Como San Pablo, se presentó “en flaqueza, en temor y en temblor grande”.
El Papado le pareció carga ingente y excesiva para sus hombros, lo aceptó como una cruz, llorando con el alma rota. Abrazado a la Voluntad Divina subió al Solio Pontificio al que repetidamente llamará su Calvario. Era el culminar de una vida sacerdotal. A partir de la ordenación “comenzarás a recorrer el camino del Calvario, que es el único que lleva al monte Tabor –escribía a un joven sacerdote-, entonces comprenderás que la vida del sacerdote es una vida de sacrificio.” Era la lección que necesitaba el mundo. No la quiso aprender y cautivo en su progreso, víctima de su ciencia, el hombre gime hoy en la angustia de su espanto.
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Cuídense mucho.