Visión que tuvo Santa Teresa del Infierno, por Mons. de Segur.

2 de febrero de 2021

LIBRERÍA Y TIPOGRAFÍA CATÓLICA
BARCELONA
1908
(Con licencia eclesiástica)

Al revelarnos que el infierno está en el fuego, Nuestro Señor nos ha dicho igualmente con la autoridad divina e infalible de su palabra, que el infierno está en las tinieblas.

En el Evangelio de San Mateo, capítulo vigésimosegundo, da al infierno el nombre de tinieblas exteriores. “Arrojadlo, dice hablando del hombre que no estaba vestido con el traje nupcial, es decir, que no se hallaba en estado de gracia, echadlo en las tinieblas exteriores, “in tenebras exteriores”. En otros pasajes del Evangelio y en las Epístolas de los Apóstoles, los demonios son llamados príncipes de las tinieblas, potestades de las tinieblas.  San Pablo dice a los fieles : “Vosotros sois hijos de la luz, no somos hijos de las tinieblas”.

Las tinieblas del infierno serán corpóreas como el mismo fuego, sin que estas dos verdades impliquen contradicción alguna. El fuego, y para hablar con más exactitud, el calórico, que es como el alma y la vida del fuego, es un elemento perfectamente distinto de la luz. En el estado natural, y cuando produce la llama en medio de los gases del aire, el fuego es siempre más o menos luminoso. Pero en el infierno el elemento del fuego, conservando su substancia, será despojado de ciertas propiedades naturales, y adquirirá otras que serán sobrenaturales, esto es, que no posee en sí mismo.

Así es que Santo Tomás, apoyándose en San Basilio el Grande, enseña “que por el poder de Dios la claridad del fuego será separada de la propiedad que tiene de quemar, y su virtud combustiva es la que servirá de tormento a los condenados. Además, “en el centro de la tierra, donde está el infierno, añade Santo Tomás,  no puede haber sino un fuego sombrío, obscuro y como lleno todo de humo”; confirmando plenamente este aserto el que se escapa por la boca de los volcanes.

“Habrá, pues, en el infierno tinieblas corporales, pero con cierto resplandor, que permitirá a los condenados percibir lo que habrá de formar sus tormentos. Verán en el fuego y en la sombra, a la luz de las llamas del infierno, dice San Gregorio el Grande, a los que hayan sido condenados como ellos, y esta vista será el complemento de su suplicio. No debe tenerse en poco en el castigo de los condenados, el horror mismo de las tinieblas que conocemos por experiencia en la tierra. Lo negro es el color de la muerte, del mal y de la tristeza.

Santa Teresa refiere que, estando un día arrebatada en espíritu, Nuestro Señor se dignó asegurarle su eterna salvación si continuaba sirviéndole y amándole como hacía; y para aumentar en su fiel sierva el temor del pecado y de los terribles castigos que trae, quiso dejarle entrever el lugar que habría ocupado en el infierno si hubiese continuado en sus inclinaciones al mundo, a la vanidad y al placer.

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“Estando un día en oración, dice, me hallé en un punto toda, sin saber cómo, que me parecía estar metida en el infierno. Entendí que quería el Señor que viese el  lugar que los demonios allá me tenían aparejado, y yo merecido por mis pecados. Ello fue en brevísimo espacio; mas aunque yo viviese muchos años, me parece imposible olvidárseme.

Parecíame la entrada a manera de un callejón muy largo y estrecho, a manera de horno muy bajo, obscuro y angosto. El suelo me parecía de un agua como de lodo muy sucio y de pestilencial olor, y muchas sabandijas malas en él.  Al cabo estaba una concavidad metida en la pared, a manera de una alacena, adonde me ví meter en mucho estrecho. Todo esto era delicioso a la vista en comparación de lo que allí sentí.

Esto otro me parece que aun principio de encarecerse cómo es; no lo pude haber, ni se puede entender; mas sentí un fuego en el alma que yo no sé cómo poderlo decir de la manera que es, los dolores corporales tan insorportables, que por haberlos pasado en esta vida gravísimos, y según dicen los médicos, los mayores que se pueden acá pasar, porque fue encogérseme todos los nervios, cuando me tullí, sin otros muchos de muchas maneras que he tenido, y aún algunos, como he dicho, causados del demonio, no es nada en comparación de lo que allí sentí, y ver de que había se ser sin fin y sin jamás cesar.

Esto no es nada, pues, en comparación del agonizar del alma, un apretamiento, un ahogamiento, una aflicción tan sensible, que yo no sé cómo lo encarecer; porque decir que es como estarse siempre arrancando el alma, es poco, porque ahí parece que otro os acaba la vida, más aquí el alma misma es la que se despedaza.

Sentíame quemar y desmenuzar, y digo que aquel fuego y desesperación interior es lo peor. Estando en tan pestilencial lugar tan sin poder esperar consuelo, no hay sentarse, ni echarse, ni hay lugar, porque estas paredes, que son espantosas a la vista, aprietan ellas mismas, y todo ahoga; no hay luz, sino todo tinieblas obscurísimas. Yo no entiendo cómo puede ser esto, que no haber luz, se ve todo lo que a la vista ha de dar pena.

No sé cómo ello fue, (su visión), mas bien entendí ser gran merced, y que quiso el Señor que yo viese por vista de ojos de dónde me había librado su misericordia, porque no es nada oírlo decir, ni haber yo otras veces pensado diferentes tormentos, ni que los demonios atenazan, ni otros diferentes tormentos que he leído, no es nada comparado con esta pena, como va del dibujo a la verdad, y el quemarse acá es muy poco en comparación deste fuego de allá.

Yo quedé tan espantada, y aún lo estoy ahora escribiéndolo, con que ha casi seis años, y es ansí, que me parece el calor natural me falta de temor, y ansí no me acuerdo vez, que tenga trabajos ni dolores, que no me parezca nonada todo lo que acá se puede pasar, y ansí me parece en parte que nos quejamos sin propósito.

Y torno a decir que fue una de las mayores mercedes que el Señor me ha hecho, porque me ha aprovechado mucho, así para perder el miedo a las tribulaciones y contradicciones de esta vida, como para esforzarme a padecerlas y dar gracias al Señor, que me libró de males tan perpetuos y terribles.

Después acá, como digo, todo me parece fácil en comparación de lo que padecí allí un momento. Espántame como habiendo leído muchas veces libros adonde se da a entender algo de las penas del infierno, cómo no las temía ni tenía en lo que son.

¿A dónde estaba?

¿Cómo me podía dar cosa descanso de lo que me acarreaba ir a tan mal lugar? Seáis bendito, Dios mío, por siempre, y cómo se ha visto que me queríades Vos mucho más a mí, que yo me quiero.

!Qué de veces, Señor, me librasteis de cárcel tan temerosa, y cómo me tornaba yo a meter en ella contra vuestra voluntad!

De ahí también gané la grandísima pena que me da de las muchas almas que se condenan, de estos luteranos en especial, porque eran ya por el bautismo miembros de la Iglesia, y los ímpetus grandes de aprovechar almas, que me parece a mí que por librar una sola de ten gravísimos  tormentos, pasaría yo muchas muertes de muy buena gana.»

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!Supla, dice Mons. de Segur, la fe en cada uno de nosotros la visión, y que el pensamiento de las “tinieblas exteriores”, donde serán echados los condenados como basura y escoria de la tentación, nos detenga en las tentaciones y haga de nosotros verdaderos hijos de la luz!

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En el Concilio Lateranense IV (año 1215) se define la existencia del infierno y la eternidad de las penas. Lo mismo en los Concilios de Lyon II (año 1274), y Florencia (año 1439) en donde se declara que “la condenación eterna comienza inmediatamente después de la muerte”. La Bula Benedictus Deus del Papa Benedicto XII (año 1336) leemos: “Definimos que, según la disposición general de Dios, las almas de los que mueren en pecado mortal actual descienden, después de su muerte, al infierno, donde son atormentados con penas infernales”


Mi agradecimiento a forocatolico.wordpress.com por este extracto.

Dejo a continuación el libro en formato PDF del Monseñor de Segur titulado «El Infierno»:

https://uncatolicoperplejo.files.wordpress.com/2019/09/el-infierno-monsec3b1or-de-segur.pdf

Un saludo. Cuídense.